viernes, 29 de mayo de 2009

Little rushes (día cuatro)

Se lee más padrísimo empezando pot el DÍA UNO


DÍA CUATRO

Correr por el parque hasta el Metropolitan Museum of Art. Pasar a ver la estatua de Alicia en el camino. Entrar a ver el templo de Dendur en su casa de cristal. Volver a impresionarme de que los gringos se trajeron un pinche templo a su museo ¡un templo completo! Escuchar a dos inglesitos tener la misma conversación que yo he tenido diez veces con distintas personas:

Inglesito uno - "I don´t think the egypcian goverment saw this coming when they gifted the temple."

Inglesito dos -"I know. It´s like, a city makes you honorary owner of a fucking building. Who would actually take that to mean you should lift it stone by stone and put it in your backyard."

Inglesito uno -"An American. That´s who."

Y sí.

Subir las escaleras para toparse con Van Gogh. Por enésima vez, pasar veinte minutos con los ojos clavados en sus masas de pintura y sus fondos de lienzo desnudo. Convencerme de que no hay tiempo en el mundo que me alcance para entender cómo carajos funcionan esas pinturas y sus mil maravillas. Abandonar a Van Gogh e investigar las expresiones de los niños de Renoir; ver sus ojos vivos, sus caras chapedadas y sus pieles azules. Pasar por el ala americana para ver las columnas de cristal del señor Tifanny y la chimenea de veinte metros de mármol labrado con la apenas hace un siglo, el señor Vanderbilt calentaba su casa en Washington Square. (“New Yorkers today think they are as rich as their forefathers” – dijo el tipín de mi audioguía – “but as you can see here, they are wrong”). Y sí.

Sentir que tras recorrer apenas la mitad de uno de los lados del Met, mis pies se rehúsan a dar un paso más. Asumir que es probable que me muera sin ser capaz de ver completas todas las salas de ese monstruo.

Decidir que es hora de cruzar el parque y conocer el museo de historia natural. Ver su posesión más impresionante saludando en la entrada:

Recorrer el resto sin poner mucha atención, hasta topar con un cuarto en el que reina una ballena de sesenta metros que cuelga del techo; los páneles a su alrededor resplandecen moviéndose en azul como el fondo del mar; y ella te mira desde arriba como si respirara. Tener casi ganas de llorar en esa obscuridad tibia y sobrecogedora. Pensar que con todos sus defectos, la virtud mayor de estos pinches gringos sigue siendo montar un buen show.

Abandonar a la ballena porque junto a ella aparecen una banda de niños de kinder y su maestra.

Entrar al planetario a escuchar toda clase de cosas inimaginables. Dormitar bajo su inmensa pantalla, arrullada por la voz de Robet Redford contando estrellas y planetas.


Ver DÍA CINCO

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