jueves, 1 de septiembre de 2016

Migrando

I never imagined I would say this, but I am a proud immigrant living in the United States.  I have lived here for almost eight years. I have paid taxes every one of those years, I have paid tuition to US schools and bills for US services, I am happy to obey and respect the laws of this country. I'm a legal permanent resident of the US, even though I'm not allowed to vote or collect benefits of any kind, I'm not eligible for the ACA or any other federal or state care. I have all of the responsibilities, very few of the benefits and no complaints whatsoever. I am, in fact, quite grateful to live here. As cheesy as it sounds, I love this country. So many of the things I love, things that have helped make me who I am, have come from this country: Billy Wilder and Hitchcock films, for one (both immigrants); but also Walt Disney and Jerry Seinfeld and Bruce Springsteen and Selena (all certified Americans, born and raised on US soil, even Trump would agree, I believe).

I have given so much to this country, and I will continue to give it my hard work, whatever talent I have, my sincere admiration and affection because it has become my home away from home. I want nothing in return but the happiness of living here and perhaps one other thing: I would like to not be constantly called a criminal and a threat by a presidential candidate. I would love for that to simply not be okay by anyone's standards. I would love for everyone to assume the statistical truth that as a law abiding, grateful, proud immigrant in this country, I am the rule, not the exception.


The US is an incredible country, I believe it might actually be the greatest country in the world. It is messed up for sure, but every country is messed up. I also believe my native Mexico is pretty fucking fabulous in practically every way, except in those where it's also quite messed up. I have two homes and they're both complicated, full of unresolvable issues, also full of wonderful, inspiring, fantastic things. I refuse to accept people who chastise me for saying these things in one breath because they believe being a proud Mexican and a proud immigrant have to be mutually exclusive. We are neighbors. Our fates are tied in ways no law or commerce treaty will ever fully govern. Our cultures are bound together, more and more each day, in ways no amount of racist bullying or wall building will change; even the most liberal of immigration reforms won't be able to do full justice to the depth of our ties. Mexico has a moronic leader; Trump is a sociopath beyond comprehension; people who follow my feed are probably tired of hearing that I think Hillary is a shinning hope in our political horizon, but whether or not I'm right, whether or not you agree with me, it doesn't matter that much. The unity of our people might be helped by our political leaders but it won't be built by them and we should not let it be undone by them either. It is built by us and it's our responsibility to make it a good one. Our people are linked. And they depend on one another whether they like it or not, whether they see it or not. And what a fantastic thing that is because as much as we hear differently, I am positive that generous, kind, smart people are the norm on both sides of the border.  So let's make that majority heard. Let's make that the starting point of this, most important, conversation.

viernes, 13 de mayo de 2016

Llorando

No es que sea yo muy profunda, pero sí lloro mucho.

¿Qué se podría llenar con toda el agua que he derramado en mi vida? Nada más con la de ahora se llenaría, digo yo, un caballito de mezcal. Salado.

De niña lloraba cuando mis papás se iban de viaje, cuando mi hermano me molestaba, una vez cuando se me cayó una estrella a la que le había puesto resistol uniéndose al piso en vez de a mi cuaderno irremediablemente.

Un tiempo después di en llorar por mis esfuerzos vanos. Por alguna blusa mal escogida, por algún centímetro extra de cadera, por un ridículo menor empeorado exponencialmente  por la inseguridad y el miedo a cosas que ya no me dan miedo, como las niñas guapas de 14 años.

Luego he llorado por hombres. Cómo he llorado por hombres. Hombres buenos y malos y regulares. Muchos, muchos que no se merecían que nadie llorara por ellos; y no muchos, pero suficientes, que todavía serían dignos de mis lágrimas y mis esfuerzos. Lloré por amores contrarados que sentí volverse amistades perdidas, lloré por amores logrados con los que no pude cargar, lloré a veces de gusto cuando esas dos cosas dejaron de ser ciertas. Muchas lágrimas con nombre, varios que se me han olvidado. Varios que vienen conmigo y con el agua de hoy.

No sé en qué momento empecé a llorar por cosas de verdad. Por el tiempo que se iba quedando, por las pieles que ya no eran mías. Por las cosas que cambian, el aire que se mueve con olores nuevos, cosas que no son de nadie, ni de su culpa ni de su estampa, cosas de pronto imposibles. La tristeza ajena que no estuvo en mí remediar, la nostalgia propia que hasta hoy me ataca sin aviso, la muerte.

Hoy lloro por todo. Lo feliz y lo devastador. Lloro frente a la emoción de mis sobrinos, los meses perdidos, el olor de la cocina. Lloro por críticas falsas, por no librar expectativas que nadie tiene de mí. Lloro cuando siento los dedos atrapados en mil puertas imaginarias. Siento agua hirviendo en el pecho, en el estómago, reclamando un espacio que no sé donde encontrarle. Siento el mundo entero en los hombros y bajo los talones. Me exprime hasta dejarme seca. Una pausa y otra vez. Lloro y lloro.

Se me hinchan los ojos mucho más que antes. Se me nota mañana que hoy lloré y lloré. Por primera vez, tampoco sé desde cuando, a veces me aguanto las lágrimas por ese motivo tan pobre. Siento la punta de la nariz desgarrada por el esfuerzo. Siento el ansia de brazos y espaldas que no van juntas encogidas sobre mí, pero no están.

Suspiro también todo el tiempo, llorando y sin llorar. El aire y el agua del cuerpo en mi caso son elementos entregados completos a toda esta diatriba que se resume en no dejar ir. No dejar ir nada más que esa agua y ese aire que no aguantan lo demás dentro de mí. No aguantan tanta euforia actual y tanta nostalgia de euforia pasada. No aguantan tanto auto juicio y tanta libertad al mismo tiempo. Se rebelan en mi contra y se largan por donde pueden. Por mis ojos, sobre todo, hinchándolos.

Siento que no he aprendido nada, ni cambiado nada, ni soportado nada. Me han pasado tantas cosas buenas. Pensarlo me hace llorar. Me han pasado desgracias menores y mayores, como a todos. Como a todos, lo sepan o no, me devastan todo el tiempo.  Haciéndome llorar.

Llorar sin motivo específico, sin depresión, sin pérdida ¿qué es? es tener claro el recuento, saber donde se ha estado. Hago muchas cosas, todos los días hago cosas, desde echarme crema hasta pensar en el espacio entre las estrellas. Vivo en dos países, vuelvo familia a desconocidos, reconozco a la familia que a veces dejo de ver. Invento cosas a diestra y siniestra, recibo las invenciones de los demás. Hago muchísimas cosas. En poco tiempo cabe tanto. Aprendo y juego y sufro. Y lloro, como ahora. A veces siento que, de todo, lo que más he hecho es llorar.

domingo, 8 de febrero de 2015

Abrazar a la ciudad


Quiero abrazar a esta ciudad en la que caben tantas luces y tantas cosas. Donde me ha pasado el pasado y me sigue pasando. Si se pudiera tocar el espacio y en él sentir lo que estuvo en su aire. Si se pudiera visitar un segundo lo que hubo en el reflejo amarillo de las calles cuando no nos dábamos cuenta de que todo cambia y el tiempo pasa. No me diría nada que no supiera entonces y que no sepa ahora, pero quisera saberme dueña del ritmo revolucionado de las ocurrencias de las que ya no me acuerdo. Se cumplen los deseos y se abandonan las ganas de tantas cosas. Sorprenden cuando se las topa uno en las esquinas que ya no son iguales pero son las mismas, igual que nosotros. Si se pudiera abrazar a la ciudad se podría tocar todas las cosas que contuvo, podría uno sentirse a salvo de las atrocidades que comete la memoria. Se me han olvidado tantas cosas, siento su fantasma en los dientes cuando algo me da mucha risa, una risa fácil y antigua que me da mucho últimamente. La ciudad cambia, cambia el aire, cambiamos por dentro. Si pudiéramos abrazar a la ciudad, estaríamos a salvo de seguir adelante olvidando toda clase de cosas. Sabríamos que va a pasarnos lo insospechado, a veces en el tiempo exacto, a veces tarde. Si pudiera tocar el aire sucio que atrapan los baches, tocar el cielo negro y claro que tocan los edificios, me enteraría de que todo pasa siempre cuando debe, ahora y en unos días. Sabemos todo y no se nos olvida cuando pensamos que todo cabe aquí, sobre todo lo que vendrá apenas. Quiero abrazar a esta ciudad de tránsito y estética precaria, donde anduve de niña chica y de niña grande, donde ando ahora y a veces cuando extraño. Quiero abrazar también a la otra, a la de las palmeras en donde está mi casa con sus pies plantados y sus ojos brillantes; y a la de los teatros y las luces donde tuve un cuarto inmenso y diminuto; y a todas las cosas que le caben al tiempo y a los puentes y a la calles. Si se pudiera abrazar a una ciudad, estaría todo bien. ¿Qué otra cosa imposible nos daría por querer?

viernes, 17 de octubre de 2014

Poca Sabiduría

Me aturde esta gana de saberlo absolutamente todo. Se las podría vender como sofisticación, pero es vil gana de chismerío. Gana de ver a esta mujer delgada de camiseta rosa que está sentada frente a mí en el café y saberle los secretos. Gana de ver al niño de cuatro años que exige huevos revueltos de su mamá y saber qué va a pasarle. Su mamá le dice a su amiga que su hijo no será malo como el hombre del que hablan. No sé si el hombre del que hablan es el de ella o el de la amiga. No sé si el niño de cuatro años se convertirá en un hombre del que dos amigas hablen mal. ¿Quedará mal con su madre? ¿Se enterará de que ella le tenía mejores esperanzas? Nunca voy a saber. No voy a saber nada. Este mesero que lleva los pelos parados en la frente, como esos niños de grupos corografiados de los noventas ¿Creerá que se ve bien? ¿Tendrá una novia o un novio o una abuela que le dice que se ve bien? ¿Se verá peor con el pelo largo hasta las rodillas? ¿O corto como militar? ¿Habrá tratado todo hasta llegar a este copete que una completa desconocida le está criticando? ¿Cuánto esfuerzo hay detrás de ese copete? Qué maldita curiosidad de saber.
Yo antes sabía más pero hay mucho ruido en el mundo. Me ataca Facebook con consejos sobre cómo ser una mamá más efectiva  de unos niños que no tengo, o con información sobre cuáles eran las carreras de los niños de Harry Potter antes de salir en Harry Potter. Los niños de Harry Potter tienen cinco o más años menos que yo ¿Sabrán más? Seguro que sí.
En otra ventana adolescentes reaccionan al primer Nintento: lo que más los ofende es que sea beige. Ninguno se da cuenta de que hay que empujar el cartucho del juego hacia abajo después de insetarlo para que agarre. Yo sí sé eso. Y sé más cosas inútiles porque Facebook me ataca con ellas. Pero estos adolescentes que reaccionan al Nintendo no parecen saber nada y yo quiero saberlo todo de ellos. ¿Qué ira a pasarles? ¿Qué irán a ver que yo me pierda?
Este viejo que abraza a una mujer de cuarenta años ¿es su papá? Nunca se sabe ¡porque no sabe nada! ¿Será su hija, su novia, su empleada? No hay mucha intimidad en el abrazo, pero tampoco hay mucha intimidad entre todos los padres y sus hijas, entre todos los novios y sus novias, y la hay en las amistades entre jefe y empleada, sobre todos cuando tienen edad como para recordarse a un ser querido que no está al alcance. ¿Por qué éstos dos no tendrán a sus seres queridos a su alcance? ¿O serán sus seres queridos? ¿El uno del otro? Qué desastre. No se sabe nada.
Hace mucho que no sé suficiente de mucha gente de la que alguna vez supe todo. Y los extraño todo el tiempo, en un rincón nostálgico con el que se aprende a andar, como un dolor de garganta que no termina de desdoblarse en ronquera pero tampoco se quita. Es difícil hablar de lo que uno ya no sabe, es dificil inventar lo que uno ya no entiende. ¿Y si uno se dedica a inventar? Ésa es la cosa. ¿Es uno un mentiroso? Inventar es una forma de saber. Y yo quiero saber. Quiero saber todo. Es una lata.

martes, 27 de mayo de 2014

La Historia sin Fin

“Te voy a dejar las dos cosas que más quiero en el mundo aquí junto a ti, para que te protejan" -  me dijo mi hermano Mateo, para consolarme porque nuestros papás se habían ido de viaje y yo tenía unos desamparados siete años. Mateo tenía nueve y su prodigiosa imaginación había mitificado dos objetos  hasta volverlos amuletos con poderes inescrutables: el primero, un libro con tinta de dos colores editado en esos tomos anarajados de la Biblioteca Infantil Alfaguara, La Historia Interminable de Michael Ende; el segundo mucho más raro,  un bastón largo con cuernos de venado falsos (espero que falsos) al que Mateo había vuelto su tesoro por quién sabe qué capacidad fantasiosa, pero una que a la fecha me lo coloca como héroe de la imaginería por encima del Bastian, protagonista del libro de dos colores (y eso que la cabeza imaginativa de Bastian restauró todo un mundo).  No me acuerdo de dónde salió el bastón de venado de Mateo, no quiero preguntarle porque perdería la magia con la que lo recuerdo. Siento que tenía que ver con mi tío Arturo, el dueño del jardín frente a los volcanes poblanos donde el adulto Mateo se casó hace unos días. Mi tío Arturo, su jardín, el bastón que se sentía tocado por un arte de comunión con la naturaleza que Mateo veneraba como el niño de ciudad que le tocó ser, y el libro de ficción que leímos hasta partirlo en tres: todos mitos que hasta hoy usamos, quizá para reemplazar la fe más tradicional que nos falta.

Hace unos días Dani, mi novio, me puso La Historia sin Fin en “el pantallón” como llamamos al cine semi-profesional que su perseverancia ha montado en la sala llena de ventanas de nuestra minúscula casita Angelina. Hace mucho que no veía esa película, basada en el libro mítico de Mateo. Mi mamá nos llevaba a verla a uno de esos cines que ya no existen, polvosos y con quinientas butacas rojas, con una pantalla inmensa y un escenario que los niños más chicos -o los que no venenraban la ficción como los hermanos Aguilar Mastretta- usaban para corretearse cuando los aburría la película. Afuera del cine vendían Aurines de plástico: amuletos  hechos de dos serpientes entrelazadas, mordiéndose la cola y creando el infinito, iguales al amuleto que, en la película, la Emperatriz de Fantasía le entregaba al guerreo Atreyu para protegerlo; como Mateo me entregó el libro y el bastón. Cada vez que íbamos mi mamá nos compraba un Aurín nuevo, porque habíamos perdido o dejado en casa el de la función anterior. La vimos en el cine tantas veces que me acuerdo de esa vendimia de afuera como si fuera parte de la cinta. Cuando arrancó en "el pantallón" estuve a punto de darle a Dani diez mil pesos de 1989 a cambio de mi Aurín de plástico y pintura de plomo. La vimos tantas veces que sus amigos empezaron a llamar Matreyu a mi hermano y yo andaba con collares en la frente para sentirme la rubia emperatriz de Fantasía.

"¿Cómo la viste en el cine si es de 1984?" – me dijo Dani. No sé. En 1984 no había salido de la panza plácida de mi mamá. "Habrá sido un re-estreno" - me dijo.  No creo. ¿Será posible que haya inventado nuestras visitas al cine y todo mi recuerdo de la mítica peli  venga de haberla visto en nuestra telecita formato Beta Max? Lo de la vendimia del Aurín es seguro, pero quizá fue casualidad de tianguis que seguía vendiendo parafernalia de películas pasadas. 

“Pero si la vi en grande, muchísimas veces” – le dije a Dani, convenciéndome más a mí que a él. “Pues es de antes de que nacieras” me dijo, teniendo de su lado la contundencia de google. Tras ese primer golpe de duda corrieron los créditos iniciales de La Historia sin Fin, una música ochentera inundó nuestra salita y me devolvió completa al cine de butacas polvosas y de niños correteando por los pasillos. Si lo inventé la memoria es canija, la carita del niño Bastian me hace oler las palomitas saladas y viejas de esos lugares  extintos. El crédito de Michael Ende, a quien corrimos a leer saliendo del cine y cuyo libro se volvió la segunda posesión más querida de mi hermano, no está. “Mira cómo ha cambiado Hollywood” – le dije a Dani. “El autor de la novela no tenía crédito en los iniciales“- pensé en las conquistas literarias de JK Rowling y cosas así triunfales. “Es que Ende odió tanto la película que le quitó su nombre” – me dijo Dani, que sabe esas cosas. A Dani le encanta desmitificarme el pasado, por eso es tan reconfortante vivir con él en el presente. Mi infancia estaba recibiendo una paliza callada.  Ni vi La Historia sin Fin en el cine, ni el cine le había hecho justicia al libro de los dos colores. Quise pedir las sales. La Historia sin Fin pegó en mí y en Mateo porque vivíamos de ficción. La ficción que consumíamos y la que inventábamos seguros de que la haríamos realidad, igualito que Bastian. 


Desperté a media noche con la emperatriz de Fantasía hablándome directo a los ojos como le habla directo a la cámara en esa película que, aunque haya enfurecido a su autor, a mí me volvió a dejar pasmada de felicidad y de impresión durante su revival en "el pantallón".  Los motivos, claro, fueron distintos:  descubrí que el actor que hace de Atreyu, al  que yo recordaba como un guerrero correcto, no había llegado ni a la pubertad; y que el viejito de la tienda que le advierte a Bastian de los males del libro con el Aurín en la portada, debe haber tenido máximo cuarenta años; descubrí que Falcor, el dragón de la suerte que vuela por los aires de Fantasía y de Chicago, es de peluche vil y que todo en ese cine fantástico de efectos especiales análogos es más antiguo y quizá por eso más impresionante de lo que fue. Las palabras de la emperatriz me despertaron, sus ojos verdes y redondos como canicas, suplicándole a Bastian que se creyera su ficción. Esa es La Historia sin Fin, dice: así como Bastian acompañó a Atreyu en sus aventuras, otros acompañaron a Bastian: Dani, Mateo, yo; y todos los niños de los ochentas que sí vieron esa peli en el cine, no como yo, que nada más recuerdo mis propios inventos. Y así sigue, la emperatriz me recuerda que a mí me acompaña mi hermano Mateo a los nueve años y sus amuletos protectores, tan etéreos y verdaderos como cualquier buen invento; y la memoria de nuestra infancia, redonda y azucarada como la mejor ficción.  Me recuerda también que me acompaña el presente, que se hace ficción cuando pasa: mi hermano Mateo paradito en el jardín de los volcanes, vestido de novio, esperando a su mujer; nuestro hermano Arturo, hijo del dueño del jardín, teniendo dos hijos perfectos unos días después; el pantallón de Dani, la ficción que vemos todos los días y la que inventamos cuando nos ponemos a trabajar; mis papás en su casa, sin irse de viaje; mi recámara compartida, obscura y cálida; los ojos de la emperatriz. Todo ronda al mismo tiempo. En la memoria la ficción y la verdad se mezclan y da igual cuál es cuál. ¿Qué habrá sido de los dos tesoros pasados de Mateo? ¿Qué será de lo que atesoremos en el futuro? ¿Nos andarán protegiendo siempre, como los buenos inventos?

viernes, 28 de marzo de 2014

No es por pelear con lo de "femenino"

Porque de veras no es pleito ¿hay algo peor que la gente que pelea contra su buena fortuna por semántica? Peor, peor ¿hay algo peor que una mujer que pelea contra su buena fortuna por semántica?

No tengo cómo agradecer el cúmulo de bendiciones que me ha caído en la última semana durante la primera presentación de nuestra película "Las Horas Contigo" en el Festival Internacional de cine de Guadalajara. No quiero describirla porque me haría quedar como una presumida desequilibrada. Sólo diré que ha superado todas mis expectativas. Todas. Y que me siento humilde y honrada de haber trabajado con la gente con la que trabajé. La mayoría de esa gente, por el motivo que fuera, resultaron ser mujeres. Y por lo tanto de pronto la peli se ha vuelvo un himno a lo femenino que yo (por ingenua, claro) no vi venir. Sí, la peli tiene muchas mujeres, así salió. Pero ¿qué no hay miles de películas que tienen muchos hombres? Nadie las vuelve himnos a lo masculino.

No sé si alguien haya descrito a "Perros de Reserva", película preciosa y brillante, llena de personajes complejos y sí, hombres todos ellos,  como un homenaje a la sensibilidad masculina. Es más, siento que si lo hicieran nos llamaríamos a engaño, porque habría la implicación de que las múltiples complejidades, virtudes, defectos, fuerzas, lealtades, horrores y maravillas de los Mr. Perros de Reserva son exclusivas al género masculino. Si yo fuera hombre me parecería grosero que alguien tomara la exclusividad de ciertos sentimientos y se los colocara como virtudes a un género al que no pertenezco.

La sensibilidad es de personas: hombre, mujer o todo lo contrario ¿no? Siento que es 2014 y que "de mujeres" ya no debería ser género cinematográfico. O en general. Han llamado a nuestra peli un homenaje a la sensibilidad femenina, y yo agradezco profundamente la primera parte de esa descripción porque todo lo que hicimos lo hicimos queriendo hacer un homenaje a la sensibilidad. Lo de "femenina" como categoría y/o calificativo-- me confunde.

Y ya. Hasta ahí. Me callo. Todo ha sido increíble y agradecible. Y este post un pretexto para mencionar mi peli y "Perros de Reserva" en el mismo aliento. ¡Qué descaro! Arriba las mujeres fuertes y los hombres sensibles, etc. ¡La pura felicidad!

miércoles, 29 de enero de 2014

No eres extraordinaria, me dijeron. Y no.

No eres suficientemente extraordinaria, me dijo mi abogado gringo. Y contuve el impulso de despedirlo en el acto porque es buen abogado y sus argumentos eran sólidos: "No tienes agente, no tienes premios, tus salarios no han llegado ni a los mínimos sindicales". Un golpe al hígado tras otro, conectó, el cabrón. Me defendí: "Hice una película". Él puso un tono gringo y compasivo: "Que no han estrenado y sólo ha entrado a un festival".  Pues sí, contra la verdad, nadie.

Todo esto me pasa en aras de convencer a las autoridades migratorias de los Estados Unidos de que me den una visa reservada para "talentos especiales" que me permita vivir en su país.  La existencia misma de semejante visa se presta a un ensayo sobre las prácticas hegemónicas del imperialismo en turno, y si me diera por ahí me declararía en contra de esta estructura dedicada al robo de talentos de todo el mundo para alimentar la máquinaria cultural y científica de un país con la moral en quiebra y la creatividad coja que demuestra a diario con sus industrias de consumismo, necesidades inventadas y -demonio de todos demonios- Hollywood y su cine falto de vida, falto de realidad, lleno de engaños animados por computadora, pan y circo. Ya. Tomen aire.

Lo malo, claro, es que no me da por ahí. Vivo en el país del norte, en la ciudad de las palmeras y me gusta tener su sol implacable de enero sobre los hombros.  Tengo que ir a pedir chichi con las autoridades migratorias de la maquinaria, a ver si me dan permiso de seguir pidiendo trabajo en el horrible y glorioso pueblo que este año nos dio Gravity y Grown ups 2.

Pero no soy suficientemente extraordinaria, dijo el tipo. ¿Cómo convencerlos? Ojalá en vez de pedirme aplicaciones con listas de mercado sobre mis -pocos, sí- logros laborales y mediáticos, me pidieran un segundo de asomarse a mi cabeza. Y no es que mi cabeza sea particularmente extraordinaria, no escribo esto para que mis seres queridos salten a contradecirme con elogios y amor. Lo escribo para hacer un acto peor de proselitismo, para caer en un peor lugar común, que es el siguiente: los logros más impresionantes de todo el mundo están casi siempre escondidos. Mis conquistas más extraordinarias no las pregunta la entidad migratoria, nadie las pone en sus currículums, pero deberían.

No me he ganado un premio de reconocimiento internacional, pero me he aprendido a cabalidad los humores y miedos de otro, puedo recitar sus días iguales y me he ganado el privilegio de compartirlos. Me he pasado la vida entrenando y a veces he sabido consolar a mis amigas cuando les duele un novio, a mis hermanos cuando les duele un abismo, a mis sobrinos cuando una rodilla raspada.

No tengo agente pero me he deshecho del miedo que a los treces años me daba comerme una galleta y que se me fuera a los muslos. Dejar de sufrir por tonterías me fue mucho más difícil de lo que me ha sido escribir todos los guiones que he escrito o que iré a escribir y que un día, con certeza, me conseguirán un agente.

No tengo contratos pero tengo la energía de mi infancia -si la busco un poco- siempre ahí, lista para propagar su disposición inmediata a la felicidad. Tengo confianza, qué horrible trabajo cuesta la confianza y ya va, más o menos. Tengo el dolor curado de las primeras pérdidas; la certeza de que he tenido tanta suerte,  han sido tan pocas.

No he hecho nada y de cualquier modo he hecho cosas tan grandes que no se pueden listar, que se guardan en el centro de mi cabeza cada vez que quiero describirlas porque así comprueban que no están para explicarse.


Lo que es cierto es que el abogado gringo tiene razón: no soy extraordinaria. Todo el mundo hace cosas así. Todo mundo tiene sus verdaderos logros escondidos en un punto de luz que debería brillarles en la frente. Todo mundo se sabe dueño de conquistas inalcanzables que no se enumeran con facilidad. Todo el mundo. Todos los días. Qué ganas de saberlas todas. A todos les darían su visa.