miércoles, 12 de diciembre de 2012

Segundo Piso


Mi sobrina nació en La Ciudad de México hace seis años y hace dos, llevada por su mamá hacia la natación o el canto o alguna otra de las múltiples actividades que su personita ejerce, se topó con una desviación por obra y preguntó: "Oye Mami ¿Cuándo van a terminar la ciudad?"

Toda su vida ha estado marcada por las señales anaranjadas y los taladros de la renovación urbana.  Hace unos días descubrí que también la mía. En el fondo (y en la superficie) soy un alma cursi que tiende al romanticismo de cualquier tiempo pasado, hoy por ejemplo, es domingo y ando nostálgica del miércoles. El miércoles fue un gran día, me comí un sandwich del tamaño ideal, trabajé seis horas productivas y abracé al novio Daniel un poco más tiempo del necesario. Oh miércoles, suspiro. Y así. La nostalgia me ve venir y se me pega como lapa porque sabe que soy un vehículo siempre cómodo y dispuesto.

Pero hace dos semanas llegué a casa de mis papás, a la ciudad en la que crecí y que me dio por abandonar,  me subí al que fue mi primer coche y tomé avenida Revolución hacia el sur. La nostalgia se arremolinó en mí como un gordo en su sillón más resistente. Mi coche que era nuevo como era nueva yo en la preparatoria, hoy gime y rechina cuando se para en los altos como para recordarme lo destartalados que andamos los dos diez años después. Es un jetta rojo jitomate, precioso, al que premonitoriamente llamé Daniel, que nos llevó a mí y a toda mi banda a cualquier cantidad de lugares míticos, como el boliche de Avenida Universidad.

Daniel mi coche huele regular porque lo choqué un día y se quedó con una fuga en la puerta por la que le entró lluvia todo un verano y lo llenó de moho. Lo limpiaron y acondicionaron pero el rastro de su historia se quedó en sus rincones irremediablemente, sin importar cuánto tiempo pasa. Así con todo su pasado a cuestas me llevó al segundo piso del periférico y me entregó al mío.

Todo me pasa al mismo tiempo. Subir el puente y bajar hacia Las Flores para tomar café con las mismas niñas con las que ahora voy a cenar, que son las mismas y son distintas. Antes nos reuníamos en el segundo Starbucks que abrió en el DF y bebíamos inconsciencias con chocolate blanco y leche entera que hoy me mandarían al hospital; ahora nos reunimos en sus casas, donde viven con hombres buenos, los cachetes y la respiración clemente de sus hijos. Pero cuando las niñas se ríen se iluminan y podrían tener la misma edad que cuando las conocí, la misma edad que tienen sus hijos los que no han nacido y la misma edad que tienen, todo al mismo al tiempo. Subir el puente y bajar en la calle empedrada donde vivía mi novio de segunda infancia,  sentarme en la banqueta a esperar al renuente elenco de las múltiples producciones con las que torturé a mis seres queridos desde que decidí que me daría por el cine. Ir al super, tropezarme con las piedras en tacones, despertar cantando y jugar a la casita. Cargar a Daniel mi coche con disfraces de todo tipo, hacer como que era alguien para ver si me enteraba de quién era. Y cada vez subir el puente. Dejar la ciudad iluminada abajo, quejarse de que todo está mal construido, de  que los entronques son ciegos y las salidas muertes certeras a pesar de que siempre nos llevaron a vivir. 

Todo pasa en este puente, la primera vez que manejé sola su construcción me mantuvo siete horas en un tráfico asfixiante, sentada junto al primer niño que me gustó de veras y que se quedó siendo mi amigo porque así son los gustos. Me llevó a su universidad fresa en el fin del mundo a ver las luces de la ciudad desde la montaña. Me da nostalgia la nostalgia, porque desde entonces sentía que lo que éramos había cambiado y seguiría cambiando hasta mantenernos irremediablemente juntos. Y así ha ido siendo, años después, todo al mismo tiempo. Pienso en las salidas hacia los antros y los teatros por los que pasaron nuestras caras frescas, sin arrugas, haciendo de Romeo y Julieta, aventándole frases de amor a los amigos en los que hasta hoy se me presenta la mejor versión de mi misma, la que no juzga y no cree en el futuro y no sabe lo que es meterse en su propio camino.

Subo el puente y todo me pasa hoy, que es un hoy mejor que todos esos días  a pesar de que lo asedia la realidad que el pasado tiende a perder. El tiempo es una mentira en ese coche, en ese pedazo de ciudad, lo abarca todo: todas las que fui y todos los que fuimos, todo lo que nos pasó juntos, cómo nos fuimos haciendo quienes somos, separándolos o cambiando siempre bajo la mirada de los otros. Las niñas a las que me dirijo son mi familia, son dispares, están hechas de cosas radicalmente distintas, pero las quiero hoy mucho más de lo que las quería cuando teníamos más cosas en común. Todo me pasa en la subida del puente, menos el tiempo. El tiempo no pasa y al mismo tiempo nos pasa por encima.

No terminan la ciudad y mi sobrina habrá de extrañar alguna señal anaranjada que la marque. Y yo en ese coche que fue el primero y está en las últimas. Y así la nostalgia. Lo bueno es que para manejar uno tiene que ir viendo para adelante.