Mi sobrina nació en La Ciudad de México
hace seis años y hace dos, llevada por su mamá hacia la natación o el canto o
alguna otra de las múltiples actividades que su personita ejerce, se topó con
una desviación por obra y preguntó: "Oye Mami ¿Cuándo van a terminar la ciudad?"
Toda su vida ha estado marcada por las
señales anaranjadas y los taladros de la renovación urbana. Hace unos días descubrí que también la
mía. En el fondo (y en la superficie) soy un alma cursi que tiende al romanticismo
de cualquier tiempo pasado, hoy por ejemplo, es domingo y ando nostálgica del
miércoles. El miércoles fue un gran día, me comí un sandwich del tamaño ideal,
trabajé seis horas productivas y abracé al novio Daniel un poco más tiempo del necesario.
Oh miércoles, suspiro. Y así. La nostalgia me ve venir y se me pega como lapa
porque sabe que soy un vehículo siempre cómodo y dispuesto.
Pero hace dos semanas llegué a casa de
mis papás, a la ciudad en la que crecí y que me dio por abandonar, me subí al que fue mi primer coche y
tomé avenida Revolución hacia el sur. La nostalgia se arremolinó en mí como un
gordo en su sillón más resistente. Mi coche que era nuevo como era nueva yo en
la preparatoria, hoy gime y rechina cuando se para en los altos como para
recordarme lo destartalados que andamos los dos diez años después. Es un jetta
rojo jitomate, precioso, al que premonitoriamente llamé Daniel, que nos llevó a
mí y a toda mi banda a cualquier cantidad de lugares míticos, como el boliche
de Avenida Universidad.
Daniel mi coche huele regular porque lo
choqué un día y se quedó con una fuga en la puerta por la que le entró lluvia
todo un verano y lo llenó de moho. Lo limpiaron y acondicionaron pero el rastro
de su historia se quedó en sus rincones irremediablemente, sin importar cuánto
tiempo pasa. Así con todo su pasado a cuestas me llevó al segundo piso del
periférico y me entregó al mío.
Todo me pasa al mismo tiempo. Subir el
puente y bajar hacia Las Flores para tomar café con las mismas niñas con las
que ahora voy a cenar, que son las mismas y son distintas. Antes nos reuníamos
en el segundo Starbucks que abrió en el DF y bebíamos inconsciencias con
chocolate blanco y leche entera que hoy me mandarían al hospital; ahora nos
reunimos en sus casas, donde viven con hombres buenos, los cachetes y la
respiración clemente de sus hijos. Pero cuando las niñas se ríen se iluminan y
podrían tener la misma edad que cuando las conocí, la misma edad que tienen sus
hijos los que no han nacido y la misma edad que tienen, todo al mismo al
tiempo. Subir el puente y bajar en la calle empedrada donde vivía mi novio de segunda infancia, sentarme en la banqueta a esperar al
renuente elenco de las múltiples producciones con las que torturé a mis seres
queridos desde que decidí que me daría por el cine. Ir al super, tropezarme con
las piedras en tacones, despertar cantando y jugar a la casita. Cargar a Daniel
mi coche con disfraces de todo tipo, hacer como que era alguien para ver si me enteraba de quién era. Y cada vez subir el puente. Dejar la ciudad
iluminada abajo, quejarse de que todo está mal construido, de que los entronques son ciegos y las
salidas muertes certeras a pesar de que siempre nos llevaron a vivir.
Todo pasa en este puente, la primera
vez que manejé sola su construcción me mantuvo siete horas en un tráfico asfixiante,
sentada junto al primer niño que me gustó de veras y que se quedó siendo mi
amigo porque así son los gustos. Me llevó a su universidad fresa en el fin del
mundo a ver las luces de la ciudad desde la montaña. Me da nostalgia la
nostalgia, porque desde entonces sentía que lo que éramos había cambiado y
seguiría cambiando hasta mantenernos irremediablemente juntos. Y así ha ido
siendo, años después, todo al mismo tiempo. Pienso en las salidas hacia los
antros y los teatros por los que pasaron nuestras caras frescas, sin arrugas,
haciendo de Romeo y Julieta, aventándole frases de amor a los amigos en los que
hasta hoy se me presenta la mejor versión de mi misma, la que no juzga y no
cree en el futuro y no sabe lo que es meterse en su propio camino.
Subo el puente y todo me pasa hoy, que
es un hoy mejor que todos esos días
a pesar de que lo asedia la realidad que el pasado tiende a perder. El
tiempo es una mentira en ese coche, en ese pedazo de ciudad, lo abarca todo:
todas las que fui y todos los que fuimos, todo lo que nos pasó juntos, cómo nos
fuimos haciendo quienes somos, separándolos o cambiando siempre bajo la mirada
de los otros. Las niñas a las que me dirijo son mi familia, son dispares, están
hechas de cosas radicalmente distintas, pero las quiero hoy mucho más de lo que
las quería cuando teníamos más cosas en común. Todo me pasa en la subida del
puente, menos el tiempo. El tiempo no pasa y al mismo tiempo nos pasa por
encima.
No terminan la ciudad y mi sobrina
habrá de extrañar alguna señal anaranjada que la marque. Y yo en ese coche que
fue el primero y está en las últimas. Y así la nostalgia. Lo bueno es que para
manejar uno tiene que ir viendo para adelante.
4 comentarios:
lloré tanto. eres lo máximo.
"Hacer como que era alguien para ver si me enteraba de quién era."
Qué placer leerte, Cati. Qué sabia eres.
A mí también me da nostalgia la nostalgia. Por suerte, como muy bien dices, "para manejar hay que mirar para adelante". Ni modo. En eso andamos...
Me has recordado lo que dice Kierkegaard: "La vida sólo se entiende mirando hacia atrás, pero se vive mirando hacia adelante".
Un abrazo grande y nostalgioso.
Ha sido un gusto leerte, tienes una forma de escribir fresca y original. Te visitaré a menudo. Un abrazo y feliz Navidad.
Me encantó. Varias veces me ha pasado algo similar.
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