viernes, 13 de mayo de 2016

Llorando

No es que sea yo muy profunda, pero sí lloro mucho.

¿Qué se podría llenar con toda el agua que he derramado en mi vida? Nada más con la de ahora se llenaría, digo yo, un caballito de mezcal. Salado.

De niña lloraba cuando mis papás se iban de viaje, cuando mi hermano me molestaba, una vez cuando se me cayó una estrella a la que le había puesto resistol uniéndose al piso en vez de a mi cuaderno irremediablemente.

Un tiempo después di en llorar por mis esfuerzos vanos. Por alguna blusa mal escogida, por algún centímetro extra de cadera, por un ridículo menor empeorado exponencialmente  por la inseguridad y el miedo a cosas que ya no me dan miedo, como las niñas guapas de 14 años.

Luego he llorado por hombres. Cómo he llorado por hombres. Hombres buenos y malos y regulares. Muchos, muchos que no se merecían que nadie llorara por ellos; y no muchos, pero suficientes, que todavía serían dignos de mis lágrimas y mis esfuerzos. Lloré por amores contrarados que sentí volverse amistades perdidas, lloré por amores logrados con los que no pude cargar, lloré a veces de gusto cuando esas dos cosas dejaron de ser ciertas. Muchas lágrimas con nombre, varios que se me han olvidado. Varios que vienen conmigo y con el agua de hoy.

No sé en qué momento empecé a llorar por cosas de verdad. Por el tiempo que se iba quedando, por las pieles que ya no eran mías. Por las cosas que cambian, el aire que se mueve con olores nuevos, cosas que no son de nadie, ni de su culpa ni de su estampa, cosas de pronto imposibles. La tristeza ajena que no estuvo en mí remediar, la nostalgia propia que hasta hoy me ataca sin aviso, la muerte.

Hoy lloro por todo. Lo feliz y lo devastador. Lloro frente a la emoción de mis sobrinos, los meses perdidos, el olor de la cocina. Lloro por críticas falsas, por no librar expectativas que nadie tiene de mí. Lloro cuando siento los dedos atrapados en mil puertas imaginarias. Siento agua hirviendo en el pecho, en el estómago, reclamando un espacio que no sé donde encontrarle. Siento el mundo entero en los hombros y bajo los talones. Me exprime hasta dejarme seca. Una pausa y otra vez. Lloro y lloro.

Se me hinchan los ojos mucho más que antes. Se me nota mañana que hoy lloré y lloré. Por primera vez, tampoco sé desde cuando, a veces me aguanto las lágrimas por ese motivo tan pobre. Siento la punta de la nariz desgarrada por el esfuerzo. Siento el ansia de brazos y espaldas que no van juntas encogidas sobre mí, pero no están.

Suspiro también todo el tiempo, llorando y sin llorar. El aire y el agua del cuerpo en mi caso son elementos entregados completos a toda esta diatriba que se resume en no dejar ir. No dejar ir nada más que esa agua y ese aire que no aguantan lo demás dentro de mí. No aguantan tanta euforia actual y tanta nostalgia de euforia pasada. No aguantan tanto auto juicio y tanta libertad al mismo tiempo. Se rebelan en mi contra y se largan por donde pueden. Por mis ojos, sobre todo, hinchándolos.

Siento que no he aprendido nada, ni cambiado nada, ni soportado nada. Me han pasado tantas cosas buenas. Pensarlo me hace llorar. Me han pasado desgracias menores y mayores, como a todos. Como a todos, lo sepan o no, me devastan todo el tiempo.  Haciéndome llorar.

Llorar sin motivo específico, sin depresión, sin pérdida ¿qué es? es tener claro el recuento, saber donde se ha estado. Hago muchas cosas, todos los días hago cosas, desde echarme crema hasta pensar en el espacio entre las estrellas. Vivo en dos países, vuelvo familia a desconocidos, reconozco a la familia que a veces dejo de ver. Invento cosas a diestra y siniestra, recibo las invenciones de los demás. Hago muchísimas cosas. En poco tiempo cabe tanto. Aprendo y juego y sufro. Y lloro, como ahora. A veces siento que, de todo, lo que más he hecho es llorar.