jueves, 8 de octubre de 2009

Sunny L.A. REPRISE

Tengo una ventana en Los Angeles y por primera vez desde que llegué he tenido la mañana para contemplarla. Es fea esta ciudad. Fea como ella sola. Tan fea como el DF aunque de modo completamente distinto. Es chaparra, amarillenta y sucia, hasta donde es limpia: Beverly Hills – chaparro, amarilento y sucio. Del paseo de las estrellas mejor ni hablar; da triquinosis caminarlo en chanclas. Mi ventana mira al downtown, que no parece pertenecer porque es alto y está lejos de la playa y de las montañas; pero es igual o más mugroso y por el fondo de los pasillos que arman los edificios se asoman las carreteras con sus palmeras y su sol blanco.

Llevo veinte años alimentándome el mito Woody Allenesco de que Los Angeles es el infierno pavimentado. Hay que decir que algo hay de eso entre sus calles obscuras y calladas; los pechos ultra firmes y anaranjados de algunas de sus mujeres; y la estúpida cantidad de palmeras que enmarcan sus calles. Pero llevo tres meses en Los Angeles y cada día lo quiero más ¿Tres meses? Igual son dos, me estoy alocando. Lo que sea, ha sido bueno. Cada día que despierto en esta ciudad me conmueve más su dulzura; la cantidad inconmensurable de sueños falsos que sus habitantes persiguen; la paz con que la ciudad los contradice y ellos se aguantan. Terminator gobierna y el cine es rey. El setenta por ciento de la gente que vive en Los Angeles trabaja o quiere trabajar (léase trabaja en Starbucks pero en las noches escribe su guión) en lo que viene siendo “la industria”. Se dice fácil pero lo que implica semejante cifra es que el setenta por ciento de la gente que vive en esta ciudad tiene la cabeza puesta en vender, fabricar o consumir ficción ¡Ficción! En eso les va la vida. Es la gloria. Todos están locos aquí (me incluyo, a últimas fechas). En realidad vivimos en otro mundo y por eso podemos vivir en este horror.

Soy estúpidamente feliz en Los Angeles ¿quién me lo iba a decir? Mi escuela me recuerda a mi prepa – desorganizada, chica y repleta de banda que se toma en serio y se ríe de sí misma con igual entusiasmo. En mi super hay Adviles de doscientos colores, chícharos Del monte, iTunes gift cards y Vel Rosita. En la esquina de mi casa hay un diner que hace los mejores hot cakes que alguien haya probado. El agua tiene tanta sal y cloro como las albercas de El Rollo: me está poniendo el pelo rojo y la piel seca; pero la cara limpia como la de una princesa. Hay también el Egypcian Theatre a donde no llegué a ver el revival de “Barry Lyndon” pero sí el de “The last picture show” y el de “Tiburón”. Está el Cedars Sinai que curó a mi madre hace tanto con una mirada y que me ha dado asilo más veces de las que quisiera.

Está también Giulia mi compañera de departamento que es la niña más niña con la que habré de amistar jamás, que limpia y cocina como Betty Draper; que me ha enseñado (a mis 25 años) a usar base y crema de noche; y que habla chino antiguo como si fuera normal. También están los compadres mexicanos, uno de Tijuana y otra del DF: el norteño es fan de Tarantino pero ahí se le acaban los defectos y todo lo demás es fiesta; la chilanga es tan guapa como feo es Los Angeles y está aquí tan viva como están muertos los bares después de las dos. También están los compadres españoles: una que se llama como la mejor virgen de su tierra y que es una cabra loca capaz de conquistar al gringo más desangelado; y otro que tiene la sonrisa iluminada de un madrileño digno y las maneras suaves de un lord inglés. Junto a su casa viven el irlandés y su esposa, con sus pieles transparentes, sus cabecitas llenas de libros brillantes y su sala llena de gente buena y café recién hecho a cualquier hora del día. También están el californiano corrioso que se viste como niño, graba hip hop en su sala y tiene la voz tersa de los hombres buenos; y el pelirojo de Nueva York que se volvió familia en tres días porque aunque no tenemos nada evidente en común, nos intuímos idénticas la visión del mundo y la rutina. Hay también un editor de Jersey que usa zapatos de dos colores como Santino Corleone; una francesa a la que le cae el pelo por la espalda como una bendición; un israelí amigo de Yaron que me hace llorar siempre aunque es terriblemente simpático; un productor intenso y as gay as the day is long que te arrincona y te habla de Beyonce; un fotógrafo que usa un sombrerito y que se casó a los dieciocho años con una mujer a la que llama “the one”; un maestro con un Oscar y dos ojos de perro azul que te arregla la vida como al pasar, con media frase.

Hay en Los Angeles más cosas buenas de las que me da la gana contar. Hay la obligación de inventar y convivir. Brillan en sus marcos de palmeras, mugre y silicón.

Es simpático, realmente, cómo cuando andas sintiendo que desordenas, la vida limpia la casa y te acomoda en donde vas.