viernes, 29 de mayo de 2009

Little rushes (día cinco)

Se lee más padrísmo empezando por el DÍA UNO


DÍA CINCO 

Hacer compras de último día: playeras para mi hermano; regalos para mis sobrinos. Buscar un delfín de peluche para el niño en FAO. Ver un Darth Vader hecho de Legos: priceless. Buscar un disfraz para la niña en la tienda Disney. Querer comprar el de Alicia, sobrio y limpio:

Perfeccionado con la posibilidad de cargar un muñequito del gato:

Enamorarse del concepto mismo.  Reconsiderar. Asumir que es una crueldad atacar a una niña de tres años con un lastre de buen gusto. Comprar el de la Cenicienta, precioso y ridículo, con su diadema de lentejuelas, falda de tul y zapatillas de cristal.

Desayunar acostada en el parque. Maldecir el avión que va a llevarme de regreso a mi casa. Llegar lo más tarde posible para ver si hace el favor de irse sin mí. Sufrir que en lugar de eso haga el favor de salir tres horas tarde. 

Bobear por el aeropuerto. Ver cómo mueren las pilas de mi iPod y de mi computadora. Aburrirme. Ponerme a ordenar mi cartera; toparme con un papelito viejísimo que firma –with his utter, if unbecoming, worship - Yaron (mi karma israelí, para quienes no tienen el disgusto). Pensar que contra toda predicción lógica estuve una semana en nuestro pueblo sin pensar en él una sola vez. Creerme muchísimo. Pensar que pensar eso acaba de echar a perder los logros de tantísima superación. Doblar el papelito en seis y cargarlo entre mis dedos el resto del día.

Subirme al dichoso avión. Aterrizar en el DF. Circular por el viaducto. 

Volver a la realidad.  

Little rushes (día cuatro)

Se lee más padrísimo empezando pot el DÍA UNO


DÍA CUATRO

Correr por el parque hasta el Metropolitan Museum of Art. Pasar a ver la estatua de Alicia en el camino. Entrar a ver el templo de Dendur en su casa de cristal. Volver a impresionarme de que los gringos se trajeron un pinche templo a su museo ¡un templo completo! Escuchar a dos inglesitos tener la misma conversación que yo he tenido diez veces con distintas personas:

Inglesito uno - "I don´t think the egypcian goverment saw this coming when they gifted the temple."

Inglesito dos -"I know. It´s like, a city makes you honorary owner of a fucking building. Who would actually take that to mean you should lift it stone by stone and put it in your backyard."

Inglesito uno -"An American. That´s who."

Y sí.

Subir las escaleras para toparse con Van Gogh. Por enésima vez, pasar veinte minutos con los ojos clavados en sus masas de pintura y sus fondos de lienzo desnudo. Convencerme de que no hay tiempo en el mundo que me alcance para entender cómo carajos funcionan esas pinturas y sus mil maravillas. Abandonar a Van Gogh e investigar las expresiones de los niños de Renoir; ver sus ojos vivos, sus caras chapedadas y sus pieles azules. Pasar por el ala americana para ver las columnas de cristal del señor Tifanny y la chimenea de veinte metros de mármol labrado con la apenas hace un siglo, el señor Vanderbilt calentaba su casa en Washington Square. (“New Yorkers today think they are as rich as their forefathers” – dijo el tipín de mi audioguía – “but as you can see here, they are wrong”). Y sí.

Sentir que tras recorrer apenas la mitad de uno de los lados del Met, mis pies se rehúsan a dar un paso más. Asumir que es probable que me muera sin ser capaz de ver completas todas las salas de ese monstruo.

Decidir que es hora de cruzar el parque y conocer el museo de historia natural. Ver su posesión más impresionante saludando en la entrada:

Recorrer el resto sin poner mucha atención, hasta topar con un cuarto en el que reina una ballena de sesenta metros que cuelga del techo; los páneles a su alrededor resplandecen moviéndose en azul como el fondo del mar; y ella te mira desde arriba como si respirara. Tener casi ganas de llorar en esa obscuridad tibia y sobrecogedora. Pensar que con todos sus defectos, la virtud mayor de estos pinches gringos sigue siendo montar un buen show.

Abandonar a la ballena porque junto a ella aparecen una banda de niños de kinder y su maestra.

Entrar al planetario a escuchar toda clase de cosas inimaginables. Dormitar bajo su inmensa pantalla, arrullada por la voz de Robet Redford contando estrellas y planetas.


Ver DÍA CINCO

Little rushes (día tres)

Se lee más padrísimo empezando por el DÍA UNO


DÍA TRES

Despertar con ganas de ir al teatro y lanzarme a Times Square. Toparme con una marquesina con el nombre de David Hyde Pierce. Entrar de inmediato.  Ver una obra de los treintas, sonsa, divertida, libre de turistas. Ser la única persona menor de cuarenta años en la audiencia. Esperar a Hyde Pierce afuera media hora, como una groupie despreciable. Sentir burbujas en el centro del cuerpo sin que él haga nada más impresionante que firmar mi programita. Pensar en lo arbitrario que es que yo sea tan estúpidamente  fan de este tipín que casi nadie conoce.

Verlo así, posando junto a la gordita de Iowa, tan viejecito y tan guapo. Querer llevármelo a mi casa y darle de comer uvas sin cáscara el resto de mi vida. (Gerontofílica a morir, soy. Daddy issues, perhaps)

Asumir que -por triste que sea- soy presa fácil de cierto tipo de celebridad. Recordar que Manhattan me la ha aplicado varias veces: cuando me dí un tope (literalmente) con un muy apurado John Leguizamo; cuando paré a decirle a Abraham Murray que Salieri me enloquecía y me dijo que estaba demasiado chica para saber quién era; cuando seguí a  Gerard Depardieu diez minutos por el aeropuerto; cuando seguimos a Edward Norton diez cuadras por Soho; cuando vi a Brad Pitt, andrajoso y peludo como el tío cosa, rodeado de señoritas que le querían vender pantalones; y a Drew Barrymore, despintada y divina, comprando aspirinas con su muy impresionante Amex Centurion.

Pensar que la fama otorga un aura extraña que debe provocar gran ansiedad.

Ver DÍA CUATRO


Little rushes (día dos)

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DÍA DOS

Ir caminando por 5th avenue y entrar a la catedral de San Patricio por primera vez. Ver a toda clase de banda meter sus dedos en el agua bendita que está junto a la puerta principal y  pasársela por la cara; sin duda ese debe ser el charquito de agua más manoseado del planeta. Preguntarme si el agua estará suficientemente bendita como para salvar a los feligreses del asco que es untarse la mugre de miles y miles de extraños tan cerca de los ojos.

Caminar hasta el centro de la iglesia y toparme con un inmenso altar a la virgen de Guadalupe. Ver a los mexicanos devotos prenderle veladoras mientras una gringa regordeta le toma fotos.

 

Recordar la visita de Hillary Clinton a México: parada en la basílica mirando hacia la imagen que la virgen le dio al mismísimo San Juan Diego, dijo –“That is so beautiful. Who painted it?”- se hizo un silencio,  pero el Obispo no perdió el estilo y contestó rápidamente –“God”. Hillary hizo una mueca efímera que parecía gritar - "¿Te cae?"- y luego nada más sonrió como la politicaza que es.

Salir de San patricio y entregarse el resto del día al baboseo.

En la noche entrar al Waldorf Astoria. Recordar a Pacino llamándolo the cradle of civilization. 

 

Atravesar su cursilísima rotonda y sentirme en casa. Verla llena de turistas sudorosos y  en shorts; pensar en lo bajo que ha caído, la pobre, desde las épocas gloriosas en que Fitzgerald la atravesava vestido de jacqué. Subir a mi cuarto y que me reciba en el pasillo una foto del presidente López Mateos abrazando a Frank Sinatra. 

Meterme a una tina llena de burbujas que huelen a vainilla y a pachouli. Reírme como Homero Simpson de la palabra pachouli. Salir chapeada y suave. Ver un capítulo de Doogie Howser On Demand y uno de How I met your mother en iTunes.

Pensar que Neil Patrick Harris es dios. 

Ver DÍA TRES

Little rushes (día uno)

Quería hacer un recuento digno de mi estancia en Nueva York y decidí que no era una historia lineal, así que la iré dejando en pedazos por aquí. 

Nueva York pasa tan desordenadamente que se cuenta mejor en  atisbos, porque así se va sintiendo, como pequeños golpes de euforia: little rushes.  

DÍA UNO

Bajarse del avión y respirar aire que no lleva cinco horas viciándose. Que te sonría el hombrecito de la aduana mientras te toma huellas y fotos como a un criminal. Subirse a un taxi sucio y amplio, manejado por un hombre que habla español por el teléfono asumiendo que no lo entiendes– “Bueno niña, pero ¡me cago en la pinga del hombre que te tiene así! ¡En su pinga me cago, princesa! ¿Me oíste?”- Salir del blanquísimo puente  Lincon,  que deslumbra como caminar por un tubo de halógeno, regresar a la noche y estar de pronto en mitad de Manhattan.

Toparse con ella: con sus muros de piedra gris, sus ventanas amarillas y brillantes. Ver cómo se abre un balcón en el West Village, esperar que aparezca un publicista fachento y que en lugar de eso aparezca una niña de pelo largo y delgado, cargando una muñeca, asomándose a ésas que son sus calles. Pensar que te hubiera encantado ser ella y haber crecido en ese balcón de puertas altas en la punta de esa isla. Entrar a un deli para comprar agua y platicar con una mujer oaxaqueña que te dice que le hubiera encantado nacer en el DF.  Bendecir esa -tan necesaria- dosis de realidad.

Llegar a la puerta de Gabriel mi amigo, entrañable boricua de wall street, loco de la guerra, mujeriego y fan de Celine Dione. Abrazarlo, interrogarlo, tropezarme con una columa de cajas llenas de productos de baño, diseño y ropa. Preguntarle qué pasa con eso – “Nada, Cati, research para unos clientes” -  Preguntarle cuarenta y ocho veces clientes de qué carajos. Saber casi todo del otro: familia, amores, mañas, gustos en pasta de dientes, color de sábanas; y que se rehúse a decirme con claridad a qué se dedica. Tratar de sacarle por lo menos el nombre de su compañía y obtener a cambio sólo una críptica tarjeta que dice: Gabriel Álvarez. CEO.

En la mañana darle un beso y echarme a la calle sin saber bien a dónde voy. 

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viernes, 22 de mayo de 2009

La niña hizo berrinche

Hace dos días vine a ver a la ciudad de Nueva York porque (como ya habíamos quedado) la extraño a veces. 

Ayer llevaba cinco horas caminando hacia ninguna parte cuando decidí que era hora de abandonar la calle. Lo decidí a la misma hora que el resto de la población, claro, así que pasé cuarenta minutos en el rayo del sol peleándome por un taxi en una esquina; viéndolos pasar a todos, amarillos y mugrosos, con sus lucecitas apagadas.  Cuando por fin uno bajó a su habitante y quedó libre en frente de mí, una pinche vieja corrió con más ganas y se subió primero; semejante agresión y falta de civilidad le agregó a mi estado de acaloramiento/engentamiento, una suceptibilida que, sobre todo en esta ciudad, no le viene bien a nadie. 

Volví a levantar mi manita y pegué con un tipín como de cuarenta años, vestido como si se estuviera burlando de un adolescente y cargando un iPod con el que cantaba Hit me baby one more time a todo volumen. Para evadir mi mano hizo una pequeña pero histriónica pirueta y siguió su camino, cante y cante. Del otro lado de la calle una mujer paseaba a un bulldog blanquísimo al que había hecho la maldad de adornar con un moño de gaza verde que era más grande que su cabeza - "qué cosa tan simpática y neoyorquina, esa loca con su perrito"- pensé, y cuando mi sonrisa iba a empezar a lograrse, el perro se detuvo a media calle y se puso a cagar, echando por la borda su elegancia. Levanté la mirada para curarme el desencanto y me topé con un pinche guero que me mamaceó como si estuviera en la Bondojo, el cabrón. 

Finalmente llegué de regreso a la base con la que un amigo de mis papás se pone guapo cuando me da por visitar a la ciudad. Después de un rato rodeada de sus fotos volví a agarrar valor para echarme a la calle (son muy bonitos y buenos el amigo, su padre y su hijo, después de un ratito de ver sus caras agrarras valor para casi todo). 

Era de noche, el calor estaba en calma y se habían prendido las luces que le esconden la mugre a Manhattan y le dejan solamente un resplandor angelical.  Caminé mucho rato, pero cerca de la base, así que decidí regresar sin taxi; cuando llegué a la esquina vi venir cinco carriles de coches amarilos con su lucecita prendida, listos para llevarme a donde fuera ahora que ya no quería yo ir a ningún lado. Estaban tan ansiosos que uno me vio en la esquina y se paró sin que lo llamara; cuando negué con la cabeza me mentó la madre en árabe y su voz se confundió con el chillido de sus llantas. En su huída casi atropella a una tipa que se dió el taco de enojarse conmigo por su mala suerte.

Digo que amo a Nueva York como a una persona y es verdad.  Manhattan es como una niña preciosa; a veces no está en su día; a veces  amanece arisca e insoportable; a veces hace berrinche y te maltrata sin pedirte tu opinión. 

Con la misma, al día siguiente amanece así, sonriente y a tus pies:



Y le perdonas todo a la ingrata. 

martes, 19 de mayo de 2009

El hombre perfecto (sí, me cae)

No come de tus palomitas. Nunca, ¡nunca!,  compraría un combo parejas de esos que vienen con un chocolate Turín (lo del chocolate Turín lo ofende particularmente). 

Tiene la barba cerrada, delgada y estúpidamente limpia. 

Tiene algún placer culpable muy serio: desde comer pasta fría recargado en la puerta del refri, hasta saber con precisión quién ganó las últimas diez temporadas de America's next top model. 

Ama a tu mamá, pero no tiene interés en pasar la tarde con ella. 

Te abre la puerta de los lugares, pero no del coche o de tu casa; y lo hace sin que te des cuenta - no se te atraviesa diciendo cosas como "perdón, yo sé que tú eres muy feminista pero yo soy un caballero"- ughh ¡arcadas!

Puede comer cereal y carcajearse como un monstruo al mismo tiempo; sin tirar la leche del plato o enseñar la de su boca. 

Es fan de Scorsese pero aguanta y aprecia buenos chick-flicks a la When Harry Met Sally. No es fan de Woody Allen pero ha visto Annie Hall más de dos veces. Tiene un pleito personal con Ron Howard y Gus Van Sant. No gasta su energía en criticar a Leonardo DiCaprio. No divide al cine en "comercial" y "de arte". Aguanta que tengas maratones de My so called life,  Sex and the city y hasta Dawson´s Creek, pero jamás, jamás, jamás, los acompaña. Es fan de un solo cineasta/novelista obscuro, muy obscuro, y te obliga a ver sus pelis/te lo lee en voz alta, en contra de tu voluntad. Es fan de Star Wars. Muy. Pero no hace referencias clavadas frente a tus amigas. 

Adora a tus amigas pero no habla de ellas como si las conociera muy muy bien. 

Siempre tiene las manos tibias y la piel de la espalda suave. 

Se quiere casar con la hija bastarda de Sofía Coppola y Diablo Cody (sobre todo porque está convencido de que tendrá  el pecho de Scarlett Johanson). Si eso falla,  sin duda tú eres el plan B.  

Sonríe mientras hace el amor;  después se tarda en vestirse pero no deambula encuerado el resto del día (sentándose en los sillones y whatnot). 

Duerme en el rincón más lejano de la cama; y a media noche te da la mano como un niño de kinder. 

Es borracho, parrandero y jugador, pero puede encerrarse a ver la tele cinco días sin  que le tiemblen las piernas por estar perdiendo el tiempo.

Es muy alto y un poco gordo.

Es frívolo pero de repente te lo topas leyendo a Kant un jueves en la tarde.  

Se adora pero vive diciendo que es un horror. 

Te chinga todo el día ¡Todo el día!  Y exige reciprocidad. No soporta un segundo de pantuflas mentales. 

Y así. 

viernes, 15 de mayo de 2009

La banda se casa / envejecemos

Envejecemos, chingada madre. 

Tengo 24 años. Un bebé ¿no? No. Un bebé tiene 16. 

A la banda le ha dado por empezar a casarse. Se casan dos el mismo día: Mi prima la de la cara rosita y dulce, como el algodón de azúcar de las ferias viejas; y mi amigo Juanito al que le digo Uom, porque cuando éramos de veras niños, nos carcajeamos de más con un mal chiste sobre un marcianito. 

Se casan con gente padre que prometerá, en breve y frente a toda su parentela,  verlos envejecer y aguantarse. La de Juanito prometerá aguantarlo hasta el día que la lucidez de su mente ya no le dé para acordarse de quién es Uom; el de la prima (que es tipazo) lo mismo, aguantarla hasta que su carita fresca se ponga tan afilada y amarilla como la mía empezó a ponerse desde como los quince años.  (Prueba en la foto de abajo, sólo un inconsciente va a casarse con el futuro de estas ojeras).



Envejecemos, maldita sea. Cada segundo que pasa se gasta nuestra posibilidad de avasallar, de  sorprender, de pintarnos nada más la uña del dedo gordo. Se gasta nuestra ventana potencial de jóvenes prodigio (prodigiosos somos, claro, pero digo prodigio.  A la Doogie Howser, pues).

¡Envejecemos! Y la banda se casa imposibilitando que se nos olvide. No hay para dónde hacerse:  el acarcachamiento ineludible nos entra de a poco por las uñas de los pies. (Pies que se tienen que poner en tacones escotados para las famosas bodas, colocándolos casi de boca al piso... viendo de cerca la entrada del mal). 

Envejecemos todos, hasta los más padrísimos. Hace algunos meses tuve esta conversación con mi anciano, aunque todavía precioso, novio de la prepa:  

Yo  —"¿Casar? ¿Que estás loco? ¿Cómo te quieres casar tan chico? "
Él —"Catalina, tengo casi treinta años."

Uta... me dolió más que cumplirlos.

lunes, 4 de mayo de 2009

Mis amigos no se mueren, se van a Nueva York

Extraño a Nueva York con el centro del cuerpo, como a un ser querido.

La ciudad  tiene un poder contundente. Algunos días te convence de que perdiendo la mirada sobre 5th avenue, se te revelan  todos los grandes misterios del mundo: desde si hay tal cosa como un dios, hasta porqué la gente cree que puede escupir su chicle en la calle.

Esa ciudad parece saberlo todo y lo enseña todo en lecciones claras y particulares. La famosa capital del mundo se relaciona con tantas cosas como personas ha contenido entre sus cortísimos límites.

Nueva York remite a una lucha constante entre lo mundano y lo inexplicable. Es el espacio etéreo que se pega como propio a la piel de cualquier extraño. Es una adicción cotidiana, un trámite frenético y sencillo, es una experiencia que exige el estudio y la angustia de lo desconocido. 

Nueva York tiene la energía de una bestia sin dueño. Se mueve con la desesperación de un niño perdido y envuelve con la ternura de una abuela que ha dejado de contar a sus nietos.

Es una isla falta de fe pero divinizada por sus habitantes, divinizada como la fuente y la solución de misterios mayores, divinizada simplemente como un mundo que es necesario experimentar. La lucha entre lo cotidiano y lo inalcanzable se pronuncia y se resuelve en su movimiento continuo.

"Mis amigos no se mueren, se van a Nueva York" -decía Gabito para que el espanto de la muerte no lo mosqueara. Y es que sí hay algo en Nueva York que lo coloca en un plano ambivalente entre lo que existe todavía y lo que ha ido desapareciendo. Hay que irse a esas calles sucias y brillantes a buscar todo lo que vamos dando por perdido. 

Hay que visitar a ese pequeñísimo rectángulo de tierra. Mucho. Provoca casi tanto síndrome de abstinencia como un novio perverso y consentidor. 

Qué manera, esta, de amar a un espacio como a una persona.