miércoles, 28 de enero de 2009

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Se me acercó despacio. Lo sentí pegarse a mi espalda con tal cuidado, que me despertó todo el cuerpo.  Estábamos haciendo fila para entrar a clase y había tanta gente en el pasillo que quedamos todos cerca, irremediablemente. Di la vuelta para verlo y de golpe perdí la emoción. Era un tipo como cualquier otro, peor que cualquier otro, porque éste era chaparrito, poco agraciado y tenía los pies envueltos en unos tennis altos, negros,  circa 1996,  en los que ni Will Smith logró verse bien nunca.

Le sonreí, tratado de ser amable. Él separó su cara del pelo que me caía sobre la espalda y asintió a medias, reclamando espacio hacia atrás para alejarse de mí. Sus ojos me recorrieron un segundo, azules, brillantes y tristes como todo en él. Tenía canas a los 24 años. Y no pocas. El cuerpo robusto y vencido al mismo tiempo. Las manos cortas y apretadas. La sonrisa contenida. Para todo efecto práctico era un anciano infantil.

Entramos al salón  y lo vi caminar con fuerza hacia el rincón más lejano.  Yo me quedé cerca de la puerta. Era el primer día de clases y tocaba presentarse. Por la mitad, la fila de adolescentes diciendo su nombre y su vicio le cedió el turno:

 “I´m Yaron” – dijo en un inglés terso y sofisticado – “I´m from Israel and ah… ”- sonrió un sonrisa intranquila y no dijo más.

 La siguiente clase su computadora colapsó y el maestro lo sentó junto a mí. Le pareció que los dos extranjeros encontrarían algo de qué hablar. Yaron arrastró su silla hasta mi lado del salón,   había algo tan intrínsecamente incómodo en ese movimiento que el maestro decidió ayudar y hacerle plática mientras llegaba. Se acomodó junto a mí justo cuando terminaban de hablar del tiempo que Yaron había pasado en el ejército israelí. Me apenó pensar que a los 19 años yo no tenía muy claro lo que significaba semejante servicio.  Ayudó que el maestro tampoco,  y preguntó con toda tranquilidad cómo era aquello. Yaron sonrió con un atisbo de hartazgo.

 “Have you ever had an awful job you dreaded every morning?” –dijo.  El maestro asintió. -“You know how even that job´s made better because you know if you really can´t stand it anymore, you can just leave, anytime?”- El maestro soltó un desparpajado “yeah”“Well…" -dijo Yaron -"The army is not like that” –  y se permitió una risa que el maestro compartió.

 Lo demás no lo contó entonces. No contó de sus amigos  muriéndose en Gaza; ni de cómo se rompió un dedo con el marco de una ventana para escapar de tres días de trabajo de guardia; ni de cuando amanecía viendo que su ejército había bombardeado territorios palestinos cuyas coordenadas era su trabajo fotografiar. Nada de eso contó hasta mucho tiempo después, cuando yo me había cansado de pronunciar mal su nombre y había decidido (de modo completamente arbitrario) decirle Jerónimo, como el indio y el grito de guerra, como todo lo que él no era. Nada de eso contó hasta mucho tiempo después, cuando me tuvo a mí en un cuarto, atenta y sola.  Ese día  no contó más. Sólo se sentó frente a mi teclado, lejos.

“What kind of films do you like?” –dijo de pronto, como quien hace la gran pregunta. 

Estudiábamos cine y éramos unos babosos. ¿Qué más iba a preguntar?

“Mostly romantic comedies” –dije yo, que con todo y que era babosa, ya había aprendido a decir la verdad.

 “Really? Like which one?” –dijo él, siendo tan condescendiente como mi respuesta lo obligaba a ser.

 “Annie Hall” –dije yo, agregándole un giro inesperado a mi frivolidad.

 “Annie Hall is not a romantic comedy. It is one of the most influential and successful explorations made  of men and women in american film history.” –dijo él. 

Entre otras muchas  cosas era un mamón siniestro, Jerónimo. 

 “Is it not a comedy?”  -dije yo.  Él concedió la obviedad de que sí.

 “Is it not about people falling in and out of love?”  -seguí.  Él sonrió, anticipando su inminente derrota.

 “So there: a romantic comedy. The fact that it is also one of the greatest films ever made doesn´t speak to it´s lack of genre, it speaks only to my incredibly good taste in films.” – Eso dije.  No es broma.

 Había algo en Jerónimo y en sus labios y en sus terribles atuendos, que me hacía hablar como si  leyera líneas en un guión.  Nunca había derivado tanto placer de ganar una discusión idiota, menos habiéndola ganado con tanta facilidad. Pero Jerónimo me miró como un niño al que acababan de liberar del colegio; como si hubiera encontrado en mí  el aire limpio y la receta para la euforia.

De ahí, el mundo: caminamos por Brooklyn muertos de frío; vimos películas malas en el cine y películas  brillantes en su tele; hicimos siempre dos paradas por café, la mía en Starbucks, la suya en algún changarro sin denominación;  nos quedamos dormidos hablando de nada, cabeceando como títeres que no querían perderse del otro; y nos reímos todo el tiempo,  todo el tiempo, como si hubiera sido respirar.

Nos despedíamos en las noches, melancólicos y desprendidos: una mezcla incomprensible entre dos hermanos que se verían en el desayuno y dos amantes que se alejaban para siempre. Yo me recargaba en su hombro, como un perro de casa se recarga en un sillón. Y él me abrazaba temblando, como quien se atrevía a lo imposible.

 Después cambió el aire y comenzamos a reclamar cosas distintas. Pasé tanto tiempo tratando de enamorare de él, que para cuando lo conseguí ya no importaba.  Nos hicimos familia un segundo y quemamos la casa el siguiente.

Alguna vez me contó su versión del día que lo conocí en la fila – “They pushed me near you and my face fell into your hair.” –dijo, despacio – “It smelled like home. It made me wanna cry.”

-“Then what happened?” –dije yo, enterrando su cara en mis inmensos chinos mal peinados.

-“Then you became this royal pain in my ass” –dijo él, recorriéndolos con las palmas de las manos - "Still... like home."