domingo, 30 de noviembre de 2008

Alan, el circo y el monstruo.

Me presenté la semana antepasada al foro del show de los sueños.  

Para los que, como yo, no tienen la costumbre de tratar con el Canal de las Estrellas, les explico que el Show de los Sueños es una alucinación  televisiva en la que la gente canta y baila haciendo un show, para que (a ellos, a sus hermanos, hijos o vecinos) les hagan realidad un sueño.  Ergo (muy apropiadamente): El show de los sueños.

Ahí fuimos,  Lumi y yo, a ver a Alan. Alan que hace casi un año tuvo la generosidad de venir a Tabacotla a  actuar en mi corto de titulación y  volverlo una maravilla. Alan al que durante largo rato fuimos a ver cantar Mecano para salir admiradas y eufóricas. Alan que llevaba no sé cuántos domingos   teniendo la amabilidad y la disciplina de hacer un show para cumplir un sueño. 

Tuvo también  la ocurrencia de invitarnos a verlo.  Y fuimos.

Solamente Televisa. Solamente ese monstruo abarcador puede tener un foro al que le quepan tal cantidad de aberraciones y maravillas.  Son  tantas y tan  disparejas que no se prestan a una descripción cabal. Toleran mejor (más o menos) una enumeración: 

1. Entran en ese foro los  inabarcables pechos de Ninel Conde y su aún más expansivo trasero. La mujer es un fenómeno de la naturaleza y el cuchillo: de frente su cintura mide un  máximo de veinte centímetros. pero cuando se voltea, el perfil de sus mamaceables protuberancias no parecen caber por una puerta regular. 

2. Entra ahí la enorme cabellera-casa-de-pájaros que reina sobre la cabeza  de Amanda Miguel; y la amargura que Emma Pulido debe llevar entre esas sus piernas chonchas que alguna vez fueron tan preciosas. 

3. Entra en ese foro la impresionante parlanchinería de  Adal Ramones, su pequeñísima figura y su estulta eficacia. 

4. Entra la carita triangular y redentora de una tal Priscila a la que yo nunca había visto pero que, me dicen, tiene unas balas de plata que gozan de fama internacional.  

5. Entran también una cantidad imposible de broches dorados,  rufles y olanes, tules corrientes, licras amarillas, ombligos desnudos, escotes firmes o móviles,  pantalones brillantes, bandós y  lentejuelas; entran una bola de intrigas poco sofisticadas y de intenciones ambivalentes; entran dos o tres trampas y actos de manipulación; entran varias buenas vibras e intenciones; entran todo tipo de lágrimas: falsas, negras, sentidas o moquientas; Y de vez en cuando ¿cómo no? Entra algún número espectacular.

6. En mitad de semejante sobre-exposición sensorial, entran también en ese foro (como agua limpia) el terciopelo  de la voz de Alan y la transparencia de su buen ánimo.  Entran su estampa fuerte y su nariz recta. Entran su sonrisa fácil, su falta de miedo y sus ganas de alegría.

"Pobrecito" - le dije a Lumi, mientras lo mirábamos bailar desde un balcón.

Ella sonrió porque es parte de mi esquizofrenia familiar y entiende que cuando yo pobreo a alguien lo que estoy haciendo es admirarlo.  (No sé de donde nos vendrá esa mala maña, pero a estas alturas es inexorable. "Pobrecito" – decimos cuando alguien se gana un premio impresionante, se ve guapo en la mañana,  o hace cualquier cosa muy muy bien).

Y pobrecito dije yo viendo al actor girar,  cargar y pisar como un bendito.  

Me provoca una ternura inexplicable ese niño que es más grande que yo, y tan guapo que francamente debería provocarme cualquier otra cosa. Pero no.  Me enternece, Alan. Me enternecen su talento y su bondad colocados en el centro de ese monstruo. Me enternece como un niño de brazos a su abuela chocha. 

Eventualmente se acabaron los bailes y antes de irnos fuimos a buscarlo.

"¡Directora! ¿Qué tal el circo?"  - nos dijo, ya envuelto en su décimo atuendo brillante de la noche. 

"Estás padrísimo" – le contestamos.

Y sí está. Pobrecito.  

miércoles, 12 de noviembre de 2008

El general Iturbide

Estoy cansada. 

Me sacaron las muelas del juicio. Las cuatro. Sólo se inflamó una, de un sólo lado. Lo cual suena bien pero resulta en que en lugar de verme como una chica parejamente cachetona que igual y así es, me veo como De Niro después de la última pelea de raging bull. Como si fuera poco no se puede comer nada que tenga que ser masticado, lo cual significa que hace días que no me como un pan. Es una desgracia. 

Al mismo tiempo tengo que manejar a Puebla mañana para ver si edito la peli de alguien más; y a Morelos el lunes para ver como alguien edita la mía. 

Al mismo tiempo tengo que aplicar a todas las escuelas padres a las que estoy aplicando, para ver si me enseñan a hacer lo que se supone que ya estoy haciendo. Ha resultado un trabajo de tiempo completo este asunto de pedir entrada a las honorables instituciones: hay que hacer ejercicios dramáticos; escribir ensayos sobre lo que la vida depara o debe deparar; pedir la expedición de oficialísimos papeles que te recuerdan que sacaste un seis hace cuatro años; aguantarse la pena de pedirle a un sin número de gente que escriba sobre lo brillante que eres; y sobre todo, sobre todo, adivinarle el pensamiento a quién sabe qué decano y rogarle al destino que su mujer no lo haya dejado la noche anterior a que lea tu guión, ese que se trata de cómo el amor es la pura buena onda. 

Al mismo tiempo tengo que escribir un cortometraje sobre Agustín de Iturbide. Como lo oyen. Agustín I de México será canalizado a mi horrorizante página vacía de screenwriter. Por lo menos eso es lo que pasará en teoría. Un día. 

Hay que inmortalizar a Don Agus, como si le hiciera falta. Y mi problema es simple: Don Agus me cae gordo. Y no por haberse coronado emperador, ni por haber sido miembro del ejército realista, ni por ninguna otra de esas cosas por las que Agus le cae mal a la historia oficial y a las maestras de primaria.  No, no. A mí me cae mal, porque el hombre era un pinche flan. Así.

Háganme el bendito favor: 

Consumó la independencia de un país sin hacer guerra. 

Y se coronó Emperador sin darle golpe de estado a nadie. 

Y cuando lo corrieron dijo - "sí cómo no" - y se embarcó a Italia a los tres días. 

Y cuando lo iban a matar,  los soldados del pelotón rehusaron la orden de fuego y en lugar de tratar de salir corriendo, los regañó por su falta de disciplina militar -"Su comandante les dio una orden, banda.  Mátenme." Así. 

De la carta que le escribió a su esposa dos horas antes de morirse es mejor ni hablar. Su esposa que llevaba cinco meses de embarazo en un barco mugroso. Su esposa que le había aguantado toda la campaña militar y luego la corte y luego el exilio, mientras paría sin cesar a sus ocho hijitos. Todo para que la última carta que le escribe,  palabras más o menos, diga: "Cielo, me matan en dos horas. Crece a nuestros hijos en la religión católica, que es la verdadera. Y te cuidas. Agustín".  Así.

Es de una disciplina y de una eficacia que enferma, el señor. Seguía órdenes como un desvalido y las daba como un jefazo. Se las ingenió toda su vida para quedar bien con dios y con el diablo. Y en la muerte, aguanta con todo los múltiples intentos de satanización que le han  recetado. Nada. Qué por más que en su infame juventud  haya perseguido al ilustre  curita Hidalgo, la firma de la independencia dice Agustín y no Miguel. 

No, no. Es un tipo innegociable, este Agus. Estoy segura de que nunca se quejó de que estaba cansado porque le sacaron las muelas del juicio y tenía tantísimas nimiedades que atender. Con gente así no se puede tratar. 

Estaba hecho de otra cosa, el general Iturbide. Y ahora es mi trabajo (me quejo amargamente, como él jamás) entender de qué cosa. 

Estoy cansada.