martes, 27 de mayo de 2014

La Historia sin Fin

“Te voy a dejar las dos cosas que más quiero en el mundo aquí junto a ti, para que te protejan" -  me dijo mi hermano Mateo, para consolarme porque nuestros papás se habían ido de viaje y yo tenía unos desamparados siete años. Mateo tenía nueve y su prodigiosa imaginación había mitificado dos objetos  hasta volverlos amuletos con poderes inescrutables: el primero, un libro con tinta de dos colores editado en esos tomos anarajados de la Biblioteca Infantil Alfaguara, La Historia Interminable de Michael Ende; el segundo mucho más raro,  un bastón largo con cuernos de venado falsos (espero que falsos) al que Mateo había vuelto su tesoro por quién sabe qué capacidad fantasiosa, pero una que a la fecha me lo coloca como héroe de la imaginería por encima del Bastian, protagonista del libro de dos colores (y eso que la cabeza imaginativa de Bastian restauró todo un mundo).  No me acuerdo de dónde salió el bastón de venado de Mateo, no quiero preguntarle porque perdería la magia con la que lo recuerdo. Siento que tenía que ver con mi tío Arturo, el dueño del jardín frente a los volcanes poblanos donde el adulto Mateo se casó hace unos días. Mi tío Arturo, su jardín, el bastón que se sentía tocado por un arte de comunión con la naturaleza que Mateo veneraba como el niño de ciudad que le tocó ser, y el libro de ficción que leímos hasta partirlo en tres: todos mitos que hasta hoy usamos, quizá para reemplazar la fe más tradicional que nos falta.

Hace unos días Dani, mi novio, me puso La Historia sin Fin en “el pantallón” como llamamos al cine semi-profesional que su perseverancia ha montado en la sala llena de ventanas de nuestra minúscula casita Angelina. Hace mucho que no veía esa película, basada en el libro mítico de Mateo. Mi mamá nos llevaba a verla a uno de esos cines que ya no existen, polvosos y con quinientas butacas rojas, con una pantalla inmensa y un escenario que los niños más chicos -o los que no venenraban la ficción como los hermanos Aguilar Mastretta- usaban para corretearse cuando los aburría la película. Afuera del cine vendían Aurines de plástico: amuletos  hechos de dos serpientes entrelazadas, mordiéndose la cola y creando el infinito, iguales al amuleto que, en la película, la Emperatriz de Fantasía le entregaba al guerreo Atreyu para protegerlo; como Mateo me entregó el libro y el bastón. Cada vez que íbamos mi mamá nos compraba un Aurín nuevo, porque habíamos perdido o dejado en casa el de la función anterior. La vimos en el cine tantas veces que me acuerdo de esa vendimia de afuera como si fuera parte de la cinta. Cuando arrancó en "el pantallón" estuve a punto de darle a Dani diez mil pesos de 1989 a cambio de mi Aurín de plástico y pintura de plomo. La vimos tantas veces que sus amigos empezaron a llamar Matreyu a mi hermano y yo andaba con collares en la frente para sentirme la rubia emperatriz de Fantasía.

"¿Cómo la viste en el cine si es de 1984?" – me dijo Dani. No sé. En 1984 no había salido de la panza plácida de mi mamá. "Habrá sido un re-estreno" - me dijo.  No creo. ¿Será posible que haya inventado nuestras visitas al cine y todo mi recuerdo de la mítica peli  venga de haberla visto en nuestra telecita formato Beta Max? Lo de la vendimia del Aurín es seguro, pero quizá fue casualidad de tianguis que seguía vendiendo parafernalia de películas pasadas. 

“Pero si la vi en grande, muchísimas veces” – le dije a Dani, convenciéndome más a mí que a él. “Pues es de antes de que nacieras” me dijo, teniendo de su lado la contundencia de google. Tras ese primer golpe de duda corrieron los créditos iniciales de La Historia sin Fin, una música ochentera inundó nuestra salita y me devolvió completa al cine de butacas polvosas y de niños correteando por los pasillos. Si lo inventé la memoria es canija, la carita del niño Bastian me hace oler las palomitas saladas y viejas de esos lugares  extintos. El crédito de Michael Ende, a quien corrimos a leer saliendo del cine y cuyo libro se volvió la segunda posesión más querida de mi hermano, no está. “Mira cómo ha cambiado Hollywood” – le dije a Dani. “El autor de la novela no tenía crédito en los iniciales“- pensé en las conquistas literarias de JK Rowling y cosas así triunfales. “Es que Ende odió tanto la película que le quitó su nombre” – me dijo Dani, que sabe esas cosas. A Dani le encanta desmitificarme el pasado, por eso es tan reconfortante vivir con él en el presente. Mi infancia estaba recibiendo una paliza callada.  Ni vi La Historia sin Fin en el cine, ni el cine le había hecho justicia al libro de los dos colores. Quise pedir las sales. La Historia sin Fin pegó en mí y en Mateo porque vivíamos de ficción. La ficción que consumíamos y la que inventábamos seguros de que la haríamos realidad, igualito que Bastian. 


Desperté a media noche con la emperatriz de Fantasía hablándome directo a los ojos como le habla directo a la cámara en esa película que, aunque haya enfurecido a su autor, a mí me volvió a dejar pasmada de felicidad y de impresión durante su revival en "el pantallón".  Los motivos, claro, fueron distintos:  descubrí que el actor que hace de Atreyu, al  que yo recordaba como un guerrero correcto, no había llegado ni a la pubertad; y que el viejito de la tienda que le advierte a Bastian de los males del libro con el Aurín en la portada, debe haber tenido máximo cuarenta años; descubrí que Falcor, el dragón de la suerte que vuela por los aires de Fantasía y de Chicago, es de peluche vil y que todo en ese cine fantástico de efectos especiales análogos es más antiguo y quizá por eso más impresionante de lo que fue. Las palabras de la emperatriz me despertaron, sus ojos verdes y redondos como canicas, suplicándole a Bastian que se creyera su ficción. Esa es La Historia sin Fin, dice: así como Bastian acompañó a Atreyu en sus aventuras, otros acompañaron a Bastian: Dani, Mateo, yo; y todos los niños de los ochentas que sí vieron esa peli en el cine, no como yo, que nada más recuerdo mis propios inventos. Y así sigue, la emperatriz me recuerda que a mí me acompaña mi hermano Mateo a los nueve años y sus amuletos protectores, tan etéreos y verdaderos como cualquier buen invento; y la memoria de nuestra infancia, redonda y azucarada como la mejor ficción.  Me recuerda también que me acompaña el presente, que se hace ficción cuando pasa: mi hermano Mateo paradito en el jardín de los volcanes, vestido de novio, esperando a su mujer; nuestro hermano Arturo, hijo del dueño del jardín, teniendo dos hijos perfectos unos días después; el pantallón de Dani, la ficción que vemos todos los días y la que inventamos cuando nos ponemos a trabajar; mis papás en su casa, sin irse de viaje; mi recámara compartida, obscura y cálida; los ojos de la emperatriz. Todo ronda al mismo tiempo. En la memoria la ficción y la verdad se mezclan y da igual cuál es cuál. ¿Qué habrá sido de los dos tesoros pasados de Mateo? ¿Qué será de lo que atesoremos en el futuro? ¿Nos andarán protegiendo siempre, como los buenos inventos?