lunes, 30 de junio de 2008
Un cuento de niña mediana (Parte 2 de 3)
domingo, 29 de junio de 2008
Todos tenemos 15 años
Ayer la hermanita de mi mejor amiga cumplió 18 años. Quiso que fuéramos a un antro a festejarla. Ella vestida para matar y preciosa como una muñeca en zancos. Comprobó su derecho al hoyo horrendo al que queríamos entrar mostrando su pasaporte. Yo estaba a un paso de las pantuflas y el cadenero se conformó con ver mi vieja credencial de la Ibero. Confieso que me la pasé bien en contra de mi voluntad. Ella y sus amigas brincaron al son de un buffer que vibraba a tamborazos sin más propósito que ese. Para mí el pináculo del evento fue un popurri de Timbiriche. Ya no estoy en edad. Y no es que tenga mucha edad, pero hay que entender:
sábado, 28 de junio de 2008
Un cuento de niña chica (Parte 1 de 3)
La cocina de mi abuela es enorme y dorada. El sol entra por la ventana dibujando rayos de polvo que cortan todo el cuarto, hasta parar en el moñito rojo del delantal que mi abuela enredó solemnemente sobre su espalda antes de pararse frente a la estufa. Junto a mí hay cuatro repisas de madera inmensas en las que conviven aparatos de cocina y cacharros de todo tipo: desde un blanquísimo horno de microondas hasta una báscula pastelera con platos de bronce y pesas. Me paro sobre las puntas de los piés para alcanzar un molinito de café que descansa en la primera repisa. Pero justo cuando lo tengo entre los dedos, mi abuela me inhibe (sin soltar el aceite que cae sobre su sartén) con un - “¿para qué quieres eso?”. Para nada, en efecto, así que lo dejo en paz. En la mesa redonda que mira hacia el jardín mi hermano desayuna pan francés en piyama; exprime un bote de miel sobre su plato con una concentración de vicio. Me mira y se ríe- “el tuyo todavía no está” – me dice mientras su lengua mueve el diente frontal que está a punto de perder.
Mi mamá acaba de irse, no sé a dónde, ni con qué urgencia. Sólo sé que hice un berrinche monumental y justificado, responsable de mis ojos rojos y la saña de mi hermano. Se fue temprano y yo sigo en el camisón de ositos que me rehúso a quitárme desde hace tantas noches, que ha ido quedando transparente a fuerza de lavadas y jalones entre mi abuela, el basurero y yo. Nada como que tu mamá te deje de manera miserable y por tanto tiempo (una semana, por lo menos) en manos del ánimo disciplinario de tu abuela y el idiota de tu hermano. La vida es terrible y no planea mejorar. El chimuelo no para de sentirse superior porque él no lloró nada y como recompensa disfruta de un auge de consentimiento - “todos me quieren más que a tí”- me dice bajito y muerto de risa, sacando otra vez la lengua sobre su encía medio desnuda. No es el ataque más mordaz de sus días pero es suficiente para mandarnos a mí y a mis seis años al borde del abismo. Respondo con un grito incomprensible al que, por supuesto, mi abuela reacciona desde la estufa con un regaño menor. ¡Maldita sea madre! ¿Dónde carajos estás que más valgas? Bajo la cabeza y camino hacia una gigantesca jarra de agua de jamaica que (ya lo sé) no puedo cargar sola. Pero no estoy en humor de pedirle ayuda a ninguna de mis dos opciones, así que levanto la jarra y la empino sobre mi vaso con un éxito sorprendente. La última gota cae y yo sonrío, triunfal por un segundo, segundo que se termina en el instante en que mi manita se dobla y una cascada de agua roja cae, primero sobre mi camisón y después sobre el resto de la limpísima cocina de mi abuela. El chimuelo idiota se dobla en carcajadas. Yo suelto dos lágrimas gordas: una por el coraje y otra por el frío; y el golpe de gracia lo da mi abuela- “Ay Cati… No importa, nada más no vayas a llorar”.
“¡MAMÁ!” – grito entre sollozos dignos de un deudo. Corro al cuarto de mi abuela para que el chimuelo no me vea. Nadie me sigue. Lo único que puedo hacer es gritar y separame el cuerpo del camisón mojado con las puntas de los dedos. “¡MAMÁ! ¡MAMÁ! ¡MAMÁ!”- mi grado de desconsuelo tiene un sólo remedio y está para este momento en la mitad de la carretera. Ingrata, abandonadora, insoluta. No he vuelto a tener tanta pasión concentrada en un deseo tan concreto. Giro hacia la ventana (necesito aire nuevo para el grito nuevo) y aparece entre el marco, doblada hasta ser de mi tamaño, sonriendo como si tuviera mi edad y con el poder de alegría que mantiene hasta muchos años después: mamá. Me extiende los brazos sin bajarse de la ventana, cortando la luz que marca su silueta y cuando la alcanzo pinto toda su ropa de rojo. “¿Qué te hicieron mi amor?”- dice sin soltarme. Exacto madre ¿qué me hicieron? Al diablo la idiotez del chimuelo y la disciplina de la abuela. Dan tristeza: no conocen la paz de ver cumplido un deseo tan serio.