lunes, 30 de junio de 2008

Un cuento de niña mediana (Parte 2 de 3)

Estábamos sentadas en unas bancas incomodísimas,  todas en hilera horizontal.  Los niños se sentaban atrás y así yo platicaba con Bambi, Lorena con Javi y Jesús con la tanga que se asomaba del pantalón sobre las perfectas caderas de Lumi

Julieta se hincó frente a mí con una sonrisa de conspirador, sus chinos sueltos sobre la espalda y el olor a bebé que mantienen las adolescentes guapas - ´Dice Jorge que le gustas a Rodrigo´ - me dijo, con emoción de feria. No estoy segura de lo que contesté, pero debe haber sido alentador porque en cuanto sonó la campana del primer recreo (teníamos tres, mi prepa era lo máximo) Jorge apareció en la puerta  para custodiarme hacia Rodrigo. 

-´Tus zapatos son feos como los de Manolito, el de Mafalda´- fue lo primero que le dije. 

Me habían aventado junto al desconocido en mitad de la cafetería. No tuve nada inteligente que decir, así que apelé al insulto. 

- ´No sé quién es´- contestó él. 

Sentí sus ojos sobre los horrendos tenis de platafora que yo no me había quitado en meses.  Pero era educado Rodrigo. Y no dijo nada más. 

Dos meses después le desapareció una parte crucial de la educación. Si me concentro suficiente vuelvo a sentir sus dedos fríos en mi cintura, los primeros que llegaron. 

Se presentaba todos los días con una carta de amor eterno, depositada en los soportes técnicos más variados: modelos de paletas pica piña; inmensas cartulinas pegadas por el patio; envolturas de todo tipo de chicles, dulces y chocolates. Escribía con una ortografía de su invención;  con una entrega simple, fácil, digna de la falta de miedo que sólo puede tener un niño de 16 años. Tenía una sonrisa de amplitud envidiable, que brillaba en verde por las ligas de sus brackets. Me tocaba como si fuera lo último que iba a tener entre las manos. Yo me daba el lujo de sentirme agobiada. 

Cortamos. Él se hizo el interesante. Yo me hice la víctima. Fuimos tan crueles como nos lo exigía nuestra cortísima edad. Volvimos. Vimos Mary Poppins besuqueando en un sillón. Visitamos a mi abuelita. Nos regalamos juguetes. Me cargó por toda mi casa. Le enderezaron los dientes. Nos mojamos en el patio.  Cortamos. Él me dejó de hablar. Yo lo perseguí como si hubiera sido su casera. Volvimos.  Empezó a vestirse como un príncipe. Yo me hice de otros tenis feos. Dejó de escribir cartas. Dejé de pensar en él.  Nos aburrimos. Y así. Un tiempo.

Hasta un día.

- ´Hola Tiri´- me dijo, con la naturalidad de la casi infancia.

- ´Hola Urro´ - dije yo, con la sonrisa contenida. 

-´Hay que hacer algo ¿no?´- dijo él.

Hicimos algo. 
  

domingo, 29 de junio de 2008

Todos tenemos 15 años





Ayer la hermanita de mi mejor amiga cumplió 18 años. Quiso que fuéramos a un antro a festejarla. Ella vestida para matar y preciosa como una muñeca en zancos. Comprobó su derecho al hoyo horrendo al que queríamos entrar mostrando su pasaporte. Yo estaba a un paso de las pantuflas y el cadenero se conformó con ver mi vieja credencial de la Ibero. Confieso que me la pasé bien en contra de mi voluntad. Ella y sus amigas brincaron al son de un buffer que vibraba a tamborazos sin más propósito que ese. Para mí el pináculo del evento  fue un popurri de Timbiriche. Ya no estoy en edad. Y no es que tenga mucha edad, pero hay que entender:
Cuando la hermanita nació yo tenía 7 años, o sea me daba  cuenta de que ella era un bebé y yo era ya casi una persona. Cuando ella tenía mocos,  yo jugaba Marios Bros. Cuando ella tenía barbies, yo tenía novios.  Cuando ella tenía uniforme,  yo tenía bares. Y ahora yo tengo ojeras y ella puede votar. Get it?

Después de este recuento, tan devastador en su estupidez, no sé si es mi consuelo o mi derrota definitiva pensar que en la realidad uno nunca  pasa de los 15 años. 

Tres pruebas:

Durante mi pasón Timbirichesco le mandé un mensaje al niño que me gusta (sí, así le digo). Decía ´llama pronto por favor, necesito oír tu voz, uoh oh´.  A las tres de la mañana me pareció lo más simpático. A él no. Mis 23 años hicieron un pequeño gran berrinche.

Mi amiga tuvo esta conversación con un hombre que nació hace 34. 
Hombre de 34 años - Encuérate.
Mi amiga - Encuérate tú.
Hombre de 34 años - No porque lo que quiero es hablarle a mis amigos y decirles ´no mames, estaba con una vieja y se me encueró´. 

Una mujer de 40  se acercó a su marido.
Ella dijo - ¿Me quieres?
Él dijo - Te quiero.
Ella dijo - Pero dímelo diferente. Dime algo original.
Él dijo - Lechuga.

¿Qué más quieren? Los quince son un estado mental.  

sábado, 28 de junio de 2008

Un cuento de niña chica (Parte 1 de 3)

La cocina de mi abuela es enorme y dorada. El sol entra por la ventana dibujando rayos de polvo que cortan todo el cuarto, hasta parar en el moñito rojo del delantal que mi abuela enredó solemnemente sobre su espalda antes de pararse frente a la estufa. Junto a mí hay cuatro repisas de madera inmensas en las que conviven aparatos de cocina y cacharros de todo tipo: desde un blanquísimo horno de microondas hasta una báscula pastelera con platos de bronce y pesas. Me paro sobre las puntas de los piés para alcanzar un molinito de café que descansa en la primera repisa. Pero justo cuando lo tengo entre los dedos, mi abuela me inhibe (sin soltar el aceite que cae sobre su sartén) con un -  “¿para qué quieres eso?”. Para nada, en efecto, así que lo dejo en paz. En la mesa redonda que mira hacia el jardín mi hermano desayuna pan francés en piyama; exprime un bote de miel sobre su plato con una concentración de vicio. Me mira y se ríe- “el tuyo todavía no está” – me dice mientras su lengua mueve el diente frontal que está a punto de perder.

Mi mamá acaba de irse, no sé a dónde, ni con qué urgencia. Sólo sé que hice un berrinche monumental y justificado, responsable de mis ojos rojos y la saña de mi hermano. Se fue temprano y yo sigo en el camisón de ositos que me rehúso a quitárme desde hace tantas noches, que ha ido quedando transparente a fuerza de lavadas y jalones entre mi abuela, el basurero y yo. Nada como que tu mamá te deje de manera miserable y por tanto tiempo (una semana, por lo menos) en manos del ánimo disciplinario de tu abuela  y el idiota de tu hermano. La vida es terrible y no planea mejorar. El chimuelo no para de sentirse superior porque él no lloró nada y como recompensa disfruta de un auge de consentimiento - “todos me quieren más que a tí”- me dice bajito y muerto de risa, sacando otra vez la lengua sobre su encía medio desnuda. No es el ataque más mordaz de sus días pero es suficiente para mandarnos a mí y a mis seis años al borde del abismo. Respondo con un grito incomprensible al que, por supuesto,  mi abuela reacciona desde la estufa con un regaño menor. ¡Maldita sea madre! ¿Dónde carajos estás que más valgas? Bajo la cabeza y camino hacia una gigantesca jarra de agua de jamaica que (ya lo sé) no puedo cargar sola. Pero no estoy en humor de pedirle ayuda a ninguna de mis dos  opciones, así que levanto la jarra y la empino sobre mi vaso con un éxito sorprendente. La última gota  cae y yo sonrío, triunfal por un segundo, segundo que se termina en el instante en que mi manita se dobla y una cascada de agua roja cae, primero sobre mi  camisón y después sobre el resto de la limpísima cocina de mi abuela. El chimuelo idiota se dobla en carcajadas. Yo suelto dos lágrimas gordas: una por el coraje y otra por el frío; y el golpe de gracia lo da mi abuela- “Ay Cati… No importa, nada más no vayas a llorar”.

“¡MAMÁ!” – grito entre sollozos dignos de un deudo. Corro al cuarto de mi abuela para que el chimuelo no me vea. Nadie me sigue. Lo único que puedo hacer es gritar y separame el cuerpo del camisón mojado con las puntas de los dedos. “¡MAMÁ! ¡MAMÁ! ¡MAMÁ!”- mi grado de desconsuelo tiene un sólo remedio y está para este momento en la mitad de la carretera. Ingrata, abandonadora, insoluta. No he vuelto a tener tanta pasión concentrada en un deseo tan concreto. Giro hacia la ventana (necesito aire nuevo para el grito nuevo) y aparece entre el marco, doblada hasta ser de mi tamaño, sonriendo como si tuviera mi edad y con el poder de alegría que mantiene hasta muchos años después: mamá. Me extiende los brazos sin bajarse de la ventana, cortando la luz que marca su silueta y cuando la alcanzo pinto toda su ropa de rojo. “¿Qué te hicieron mi amor?”- dice sin soltarme. Exacto madre ¿qué me hicieron? Al diablo la idiotez del chimuelo y la disciplina de la abuela. Dan tristeza: no conocen la paz de ver cumplido un deseo tan serio. 

El Tiempo

Sólo la gente muy útil abre blogs cuando tiene otras cosas que hacer. Yo no soy gente  muy útil. Estoy en lo que alguien sofisticado llamaría un entretiempo. Lo que se traduce a que estoy gastando tiempo entre inversiones. 
Voy a destiempo. Mis amigos eficaces tienen blogs desde los tiempos en que no existía la palabra. Pero en estos tiempos de perder el tiempo, me atacan otros tiempos, con los que no sé qué hacer: el tiempo de la infancia, de la ficción, del futuro que se espera. El del momento que se entiende,  el del pasado que ya no se tuvo y el de lo que no se puede imaginar. El tiempo de los desconocidos,  el tiempo que aclara y el que confunde. El que se está terminando siempre y el que no termina de correr. 
Me caben tantos tiempos en este, que sólo podía ser tiempo de encontrar donde dejarlos. Aquí irán cayendo, en desorden, como están. A ver cómo nos va, con el tiempo.