La semana pasada fuimos a Disneylandia. Vamos mucho a Disneylandia porque vivimos aquí junto y somos cursis. Es lo máximo ese lugar, si uno lo toma como lo que es: un horror. Un horror de gritos y filas larguísimas y calor. Un horror de canciones que llenan el ánimo de recuerdos de infancia; un horror de fachadas falsas y juegos mecánicos que provocan ternura, adrenalina y carcajadas, generalmente en desorden o -cuando son buenos- al mismo tiempo. Es un horror fantástico de magalomanía y pop que me provoca un amor ciego y alegre. Es un horror perfecto, salvo por su único aspecto genuinamente terrrorífico: está lleno de niños.
Niños de todas las edades y colores. Niños de brazos que no pueden ni abrir los ojos bajo el sol que brilla sobre ellos y el dumbo que les da vueltas. Niños que van con la cara pintada, dando de gritos, haciendo honor a la euforia que el parque está construído para provocar. Niños con la boca llena de babas azules cortesía del algodón de azúcar que los hace correr sin rumbo, como ratones perseguidos, hasta que se tropiezan con sus propios pies y lloran el resto del día. Niños consentidos que van vestidos de princesas y héroes, cargando todos los juguetes y chocolates que quisieron comprarse. Y niños que van como castigados, bajo la sombra de un papá acalorado y furioso, que acaba de sacar sus frustaciones sobre el motivo que lo tiene gastando dinero que no tiene en el horror: ellos.
Niños. Yo nunca he sido buena para los niños ajenos. A los propios los adoro, porque les veo de cerca la piel recién hecha, el pelo suve, la sonrisa perfeca que me recuerda a alguien que quiero. Todo lo molesto que hace un niño propio deja de ser molesto porque -igual que Disneylandia- traen algo de nostalgia y euforia al cuerpo. Pero los niños ajenos quedan demasiado lejos para escucharles las ocurrencias agradables y para olerles el cuello a nuevo. Los niños ajenos se ven como que huelen mal y todo lo que hacen parece ser producto de los desvaríos de una mente que no ha terminado de formarse. Como un pastel a medio hacer, se les ve llenos de promesa pero pastudos e imposibles de digerir en su estado actual.
De todos modos, como nosotros somos unos niños adultos, vamos a Disneylandia a lidiar con ellos. Pero esta vez entre la masa de pastelitos mal cocinados, se colaron unos que me mataron el cinismo con su absoluta dulzura.
La primera estaba en el carrusel. Tenía esa edad en la que los niños ya no son bebés pero tampoco personas. Apenas podía caminar, mucho menos disfrutar del ruido y el tumulto que la rodeaba mientras su papá la sostenía sobre el caballito, empeñado en hacerla feliz para hacerse feliz a sí mismo. La sentaba sobre el caballito una y otra vez, levantándole los brazos para que no se desparramara como el pastel de las hadas de la Bella Durmiente. La niña lo miraba como a un torturador, pero por fin le dio por su lado, se dejó amarrar al famoso caballo y hasta echó unas sonrisas que la panza flotadora de su papá correspondió. Triunfo total. Hasta que el juego arrancó y el caballito dio en subir y bajar. La pobre niña no había previsto semejante ataque a su estabilidad. Se arrancó el cinturón y saltó hacia los brazos desprevenidos de su papá que no la tiró de milagro. Para este momento tenía la frente sudada y sus dos coletas negras habían colapsado a pesar de todo el gel que alguna vez las mantuvo arriba. Imaginé a su papá peinándola en la mañana, engominando un peine y unas ligas con la promesa del parque en el futuro. La promesa que ahora era la total decepción, porque que su hija había salido cautelosa y no le gustaba que su asiento se moviera inesperadamente, como hacen casi todos los asientos de las ferias. La niña miró a su papá como si pudiera percibir su desencanto y estiró los brazos otra vez hacia el caballito. El papá trató de subirla de nuevo pero no era para tanto y ella se resistió como un ninja. Lo que hizo fue poner las dos manos sobre el enorme caballo y dejar que le subiera y bajara los brazos desde los pies hasta arriba de la cabeza una vez y otra. Luego miró a su papá como implorando que semejante esferzo fuera suficiente para hacerlo feliz. Y sí era. El papá sonreía tan profundamente que se le metían los cachetes en los ojos. La niña mantuvo las manos subiendo y bajando, como quien piensa en lo que hay que hacer para mantener feliz a un adulto.
La segunda estaba en Splash Mountain. Habrá tenido siete años y era una niña de esas que no necesitan el traje de Cenicienta porque de inicio se comportan como una princesa de dedo parado y nariz respingada. Muy respingada. Tenía el pelo rubísimo y delgado como ella. La banda de sus jeans era de un rosa profundo que hacía juego con el estampado de su playera, el lip gloss que le colgaba de la muñeca y el moño que le decoraba el pelo. Su mamá estaba igual de bien compuesta pero la actitud de esta niña indicaba que su perfección tenía más que ver con sus propios esfuerzos que con los de alguien más. Splash Mountain -para los no enteredados- es un juego muy popularísimo que termina en una cascada que echa un splash y que te moja, mucho. Pero es tan divertido que la gente se aguanta la mojada. Y no sólo se la aguanta sino que reincide. Así que la fila del juego siempre está poblada por gente a medio secar, que huele regular, con el rimel corrido y flecos crespos sobre la cara. La niña rubita estaba completamente fuera de lugar entre tanto ordinario. Categoría en la que me incluyó de inmediato con una mirada rápida. Yo no estaba mojada todavía pero sí acalorada y mal vestida, porque me había puesto mis peores fachas para irlas a mojar a Splash Mountain. No contaba con la mini fashion police presente en la cola. Total, después de mucho esperar, llegamos al momento de subir al carrito. Como era lógico, súper mamá de la rubita sacó de su bolsa cuatro ponchos de plástico y vistió a toda su familia para la ocasión antes de dejarlos subir. Todos los ponchos eran azules y con Mickey menos el de la niña que era rosa, del mismo rosa que su banda. Nos dejaron subir y quedé justo atrás de ella, que se acomodaba el poncho sobre el pelo para asegurarse de que ni la más mínima gota de agua puerca disneylandesca le cayera encima. Pasamos el juego, en el que yo nunca había estado y que me hizo muy feliz. Todo fue perfecto hasta la última caída en la que quedé tan empapada como la peor de las chafas de la fila. En cuanto terminó, la niña rubita se bajó el gorro del poncho con el estilo de Greta Garbo y se volteó a mirarme. Me miró de arriba a abajo, y luego a los ojos y otra vez abajo. Era muy chica para tener desarrollado ese músculo que le hubiera indicado a un adulto el tiempo que es aceptable observar a una persona que te da pena. Mi vio el pelo empapado, la cara mugrosa, la playera pegada y transparente sobre el pecho. Me miró primero con superioridad, sintiendo su poncho con los dedos; debajo de él, su pelo seco e intacto. Pero luego me siguió mirando, ya con lástima, como si se preguntara por qué estaba yo en esa terrible situación ¿donde estaría mi mamá con mi poncho? O peor aún ¿por qué no era yo el tipo de adulto que -como su mamá- tenía un poncho? Un poncho que sacar de mi bolsa para protegerme a mí a los mios de la intemperie de Splash Mountain. Le provoqué una infinita compasión y no le dio ninguna vergüenza dejarlo claro en un segundo, con una mirada. Escuincla mamona y fantástica.
Y el tecero fue un niño. Y eso sí que fue una sorpresa, porque si yo tengo reticencia a los niños ajenos, a los niños ajenos -con o- les tengo más bien pavor. Estábamos formados en mitad de un pasillo del parque al que invadía una muchedumbre muy seria para ver un show muy serio. Frente a nosotros había un pase peatonal poblado por gente que quería huír del show y que se movía con más rapidez que una carretera. Pasaba toda clase de gente con cara de hartazgo, corriendo como animales enjaulados que encontraban una salida al aire libre. El pasillo de la libertad que te lleva a la puerta de salida y que a las siete de la noche en Disneylandia se mueve como precedido por la orden ¡sálvese quien pueda! Por ese pasillo vi venir a un niño de unos cuatro años sentado en una carreola. Venía comiendose unas galletas con tal gusto, que me imaginé que era el primer paquete de galletas que se había comido. Era tan chico que seguramente seguía en esa estapa en la que unas galletas Oreo pueden ser una primera experiencia, reservada para el día en que te llevan a disneylandia. Noté el gusto entre otras cosas porque en ese momento yo hubiera matado por unas galletas iguales, y por ir acostada en un carrito que empujaba mi papá o alguien así de confiable. Estaba a punto de morir de envidia, envidia de la mala, esa que te hace pensar que todas las cosas buenas, como unas galletas y un carrito, le pasan a quien menos las merecen. Como a un niño. Con o. Pasó frente a nosotros como un rayo comandado por las ganas que tenía su pobre custodio de escapar de la magia Disney. Todo iba bien hasta que en mitad de un deleite de galleta demasiado entusiasta, al niño se le cayó el paquete completo al suelo. Su cara quedó tomada por una angustia inmediata, mezclada con la aceptación de lo inevitable. Volteó a ver a quien fuera que lo empujaba a toda velocidad, pero ni habló porque vio que no valía la pena. Dobló la cara como para soltar un intenso sollozo, pero el gesto quedó en doblez porque el pobre se dió cuenta que cualquier aullido hubiera sido inútil. Lo que hizo entonces fue sacar la mano del carrito como para tratar de rescatar sus galletas del suelo, sabiendo que estaban muy atrás. Y se quedó con la mano de fuera, abriéndola y cerrándola como para recoger algo, pero algo que él sabía se había quedado tan lejos de su alcance que el gesto de su mano era más bien el de una bucólica despedida.
Niños. En general son el horror. El horror. Pero a veces hay unos...