lunes, 26 de septiembre de 2011

Unos niños

La semana pasada fuimos a Disneylandia. Vamos mucho a Disneylandia porque vivimos aquí junto y somos cursis. Es lo máximo ese lugar, si uno lo toma como lo que es: un horror. Un horror de gritos y filas larguísimas y calor. Un horror de canciones que llenan el ánimo de recuerdos de infancia; un horror de fachadas falsas y juegos mecánicos que provocan ternura, adrenalina y carcajadas, generalmente en desorden o -cuando son buenos- al mismo tiempo. Es un horror fantástico de magalomanía y pop que me provoca un amor ciego y alegre. Es un horror perfecto, salvo por su único aspecto genuinamente terrrorífico: está lleno de niños.

Niños de todas las edades y colores. Niños de brazos que no pueden ni abrir los ojos bajo el sol que brilla sobre ellos y el dumbo que les da vueltas. Niños que van con la cara pintada, dando de gritos, haciendo honor a la euforia que el parque está construído para provocar. Niños con la boca llena de babas azules cortesía del algodón de azúcar que los hace correr sin rumbo, como ratones perseguidos, hasta que se tropiezan con sus propios pies y lloran el resto del día. Niños consentidos que van vestidos de princesas y héroes, cargando todos los juguetes y chocolates que quisieron comprarse. Y niños que van como castigados, bajo la sombra de un papá acalorado y furioso, que acaba de sacar sus frustaciones sobre el motivo que lo tiene gastando dinero que no tiene en el horror: ellos.

Niños. Yo nunca he sido buena para los niños ajenos. A los propios los adoro, porque les veo de cerca la piel recién hecha, el pelo suve, la sonrisa perfeca que me recuerda a alguien que quiero. Todo lo molesto que hace un niño propio deja de ser molesto porque -igual que Disneylandia- traen algo de nostalgia y euforia al cuerpo. Pero los niños ajenos quedan demasiado lejos para escucharles las ocurrencias agradables y para olerles el cuello a nuevo. Los niños ajenos se ven como que huelen mal y todo lo que hacen parece ser producto de los desvaríos de una mente que no ha terminado de formarse. Como un pastel a medio hacer, se les ve llenos de promesa pero pastudos e imposibles de digerir en su estado actual.

De todos modos, como nosotros somos unos niños adultos, vamos a Disneylandia a lidiar con ellos. Pero esta vez entre la masa de pastelitos mal cocinados, se colaron unos que me mataron el cinismo con su absoluta dulzura.

La primera estaba en el carrusel. Tenía esa edad en la que los niños ya no son bebés pero tampoco personas. Apenas podía caminar, mucho menos disfrutar del ruido y el tumulto que la rodeaba mientras su papá la sostenía sobre el caballito, empeñado en hacerla feliz para hacerse feliz a sí mismo. La sentaba sobre el caballito una y otra vez, levantándole los brazos para que no se desparramara como el pastel de las hadas de la Bella Durmiente. La niña lo miraba como a un torturador, pero por fin le dio por su lado, se dejó amarrar al famoso caballo y hasta echó unas sonrisas que la panza flotadora de su papá correspondió. Triunfo total. Hasta que el juego arrancó y el caballito dio en subir y bajar. La pobre niña no había previsto semejante ataque a su estabilidad. Se arrancó el cinturón y saltó hacia los brazos desprevenidos de su papá que no la tiró de milagro. Para este momento tenía la frente sudada y sus dos coletas negras habían colapsado a pesar de todo el gel que alguna vez las mantuvo arriba. Imaginé a su papá peinándola en la mañana, engominando un peine y unas ligas con la promesa del parque en el futuro. La promesa que ahora era la total decepción, porque que su hija había salido cautelosa y no le gustaba que su asiento se moviera inesperadamente, como hacen casi todos los asientos de las ferias. La niña miró a su papá como si pudiera percibir su desencanto y estiró los brazos otra vez hacia el caballito. El papá trató de subirla de nuevo pero no era para tanto y ella se resistió como un ninja. Lo que hizo fue poner las dos manos sobre el enorme caballo y dejar que le subiera y bajara los brazos desde los pies hasta arriba de la cabeza una vez y otra. Luego miró a su papá como implorando que semejante esferzo fuera suficiente para hacerlo feliz. Y sí era. El papá sonreía tan profundamente que se le metían los cachetes en los ojos. La niña mantuvo las manos subiendo y bajando, como quien piensa en lo que hay que hacer para mantener feliz a un adulto.

La segunda estaba en Splash Mountain. Habrá tenido siete años y era una niña de esas que no necesitan el traje de Cenicienta porque de inicio se comportan como una princesa de dedo parado y nariz respingada. Muy respingada. Tenía el pelo rubísimo y delgado como ella. La banda de sus jeans era de un rosa profundo que hacía juego con el estampado de su playera, el lip gloss que le colgaba de la muñeca y el moño que le decoraba el pelo. Su mamá estaba igual de bien compuesta pero la actitud de esta niña indicaba que su perfección tenía más que ver con sus propios esfuerzos que con los de alguien más. Splash Mountain -para los no enteredados- es un juego muy popularísimo que termina en una cascada que echa un splash y que te moja, mucho. Pero es tan divertido que la gente se aguanta la mojada. Y no sólo se la aguanta sino que reincide. Así que la fila del juego siempre está poblada por gente a medio secar, que huele regular, con el rimel corrido y flecos crespos sobre la cara. La niña rubita estaba completamente fuera de lugar entre tanto ordinario. Categoría en la que me incluyó de inmediato con una mirada rápida. Yo no estaba mojada todavía pero sí acalorada y mal vestida, porque me había puesto mis peores fachas para irlas a mojar a Splash Mountain. No contaba con la mini fashion police presente en la cola. Total, después de mucho esperar, llegamos al momento de subir al carrito. Como era lógico, súper mamá de la rubita sacó de su bolsa cuatro ponchos de plástico y vistió a toda su familia para la ocasión antes de dejarlos subir. Todos los ponchos eran azules y con Mickey menos el de la niña que era rosa, del mismo rosa que su banda. Nos dejaron subir y quedé justo atrás de ella, que se acomodaba el poncho sobre el pelo para asegurarse de que ni la más mínima gota de agua puerca disneylandesca le cayera encima. Pasamos el juego, en el que yo nunca había estado y que me hizo muy feliz. Todo fue perfecto hasta la última caída en la que quedé tan empapada como la peor de las chafas de la fila. En cuanto terminó, la niña rubita se bajó el gorro del poncho con el estilo de Greta Garbo y se volteó a mirarme. Me miró de arriba a abajo, y luego a los ojos y otra vez abajo. Era muy chica para tener desarrollado ese músculo que le hubiera indicado a un adulto el tiempo que es aceptable observar a una persona que te da pena. Mi vio el pelo empapado, la cara mugrosa, la playera pegada y transparente sobre el pecho. Me miró primero con superioridad, sintiendo su poncho con los dedos; debajo de él, su pelo seco e intacto. Pero luego me siguió mirando, ya con lástima, como si se preguntara por qué estaba yo en esa terrible situación ¿donde estaría mi mamá con mi poncho? O peor aún ¿por qué no era yo el tipo de adulto que -como su mamá- tenía un poncho? Un poncho que sacar de mi bolsa para protegerme a mí a los mios de la intemperie de Splash Mountain. Le provoqué una infinita compasión y no le dio ninguna vergüenza dejarlo claro en un segundo, con una mirada. Escuincla mamona y fantástica.

Y el tecero fue un niño. Y eso sí que fue una sorpresa, porque si yo tengo reticencia a los niños ajenos, a los niños ajenos -con o- les tengo más bien pavor. Estábamos formados en mitad de un pasillo del parque al que invadía una muchedumbre muy seria para ver un show muy serio. Frente a nosotros había un pase peatonal poblado por gente que quería huír del show y que se movía con más rapidez que una carretera. Pasaba toda clase de gente con cara de hartazgo, corriendo como animales enjaulados que encontraban una salida al aire libre. El pasillo de la libertad que te lleva a la puerta de salida y que a las siete de la noche en Disneylandia se mueve como precedido por la orden ¡sálvese quien pueda! Por ese pasillo vi venir a un niño de unos cuatro años sentado en una carreola. Venía comiendose unas galletas con tal gusto, que me imaginé que era el primer paquete de galletas que se había comido. Era tan chico que seguramente seguía en esa estapa en la que unas galletas Oreo pueden ser una primera experiencia, reservada para el día en que te llevan a disneylandia. Noté el gusto entre otras cosas porque en ese momento yo hubiera matado por unas galletas iguales, y por ir acostada en un carrito que empujaba mi papá o alguien así de confiable. Estaba a punto de morir de envidia, envidia de la mala, esa que te hace pensar que todas las cosas buenas, como unas galletas y un carrito, le pasan a quien menos las merecen. Como a un niño. Con o. Pasó frente a nosotros como un rayo comandado por las ganas que tenía su pobre custodio de escapar de la magia Disney. Todo iba bien hasta que en mitad de un deleite de galleta demasiado entusiasta, al niño se le cayó el paquete completo al suelo. Su cara quedó tomada por una angustia inmediata, mezclada con la aceptación de lo inevitable. Volteó a ver a quien fuera que lo empujaba a toda velocidad, pero ni habló porque vio que no valía la pena. Dobló la cara como para soltar un intenso sollozo, pero el gesto quedó en doblez porque el pobre se dió cuenta que cualquier aullido hubiera sido inútil. Lo que hizo entonces fue sacar la mano del carrito como para tratar de rescatar sus galletas del suelo, sabiendo que estaban muy atrás. Y se quedó con la mano de fuera, abriéndola y cerrándola como para recoger algo, pero algo que él sabía se había quedado tan lejos de su alcance que el gesto de su mano era más bien el de una bucólica despedida.

Niños. En general son el horror. El horror. Pero a veces hay unos...

martes, 13 de septiembre de 2011

George lucas y unas chicas gordas que encuentran el amor.

Me ha dado por leer a una escritora bastante regular de nombre Jennifer Weiner. Pronunciado guainer, no güiner (la mujer es cursi además de no muy buena escritora y se empeña en dejar eso claro cada vez que dice su nombre). Se empeña también en quejarse de que el mundo la considere una escritora menor, que disque porque es mujer y gordita, no la toman en serio. Aunque estoy segura de que esos dos factores no la ayudan, estoy también segura de que el mundo la considera una escritora menor porque lo es. Sobre todo comparada con, digamos, Shakespeare- Escritor, también. Sin embargo ya he leído tres de sus libros porque aunque no me gustan, son algo hipnóticos; y aunque no me interesan sus personajes, me da ansia cerrar el libro sin enterarme de qué les va a pasar. Total, supongo que la leo porque se me ha aparecido como un misterio, mediocre pero curioso. La leo para desentrañar por qué no puedo dejar de leerla. Los tres libros que llevo se tratan más o menos de lo mismo, unas mujeres gorditas y disque simpátican sufren (poco) y al final encuentran el amor y el éxito. Sus descripciones de lo que se siente ser una gordita que busca el amor y sufre por ser gordita, aun siendo simpática, son correctas y de vez en cuando conmovedoras. Pero no acabo de entender el éxito arrollador que tienen, porque ni yo, que soy algo gordita, tengo interés en leer descripciones correctas de lo que se siente serlo. Pero sin embargo (plionasmo que he heredado de la prosa de la Weiner) la gente la lee. Mucho. Tiene seis novelas uber exitosas, nombradas en las listas del New York Times y los clubes de Oprah y con brillantes críticas en el Kirkus review. Las seis las escribió en sólo diez años, durante los cuales tuvo tiempo además de tener dos hijas, hacer uno de los libros película y crear una serie de televisión. ¿Y por qué pudo hacer eso? Por que es muy trabajadora, evidentemente. Pero también porque todos sus libros y su serie de televisión tienen el mismo personaje central y se tratan de lo mismo. Puede hacerlo, y hacerlo tan bien como la primera vez, porque ha entendido su posición en el mundo. Ha entendido la historia que tiene que contar y la ha contado, una y otra vez sin echarla a perder. Ahí reside el talento de la Weiner, y es un talento difícil, imposible, admirable. Ojalá existiera una pomada de Weiner que poder untarle a George Lucas.

Sí, todo esto lo cuento para hablar de lo que de veras de interesa hoy (y casi siempre) que es: Star Wars. Hay una conexión, denme chance y llego a ella.

La semana que entra sale en Blu-Ray la saga de Star Wars. Cosa que a freakies como yo los emociona y enfurece mucho más de lo que debería. Emociona por los motivos evidentes: estamos medio enfermos y la idea de que Lucas nos comparta nuevos special features, behind-the-scenes, escenas cortadas de la trilogía original que Nadie. Nunca. Ha. Visto, etc. nos llega al corazón. Y enfurece por motivos también evidentes (por lo menos entre freakies): George Lucas se sigue metiendo con sus perfectas películas y echándolas a perder como si su propósito en la vida fuera molestarnos. Son cosas menores para la gente normal, le agregó un NO, NO, ¡NOOO! molestísimo a la escena en la que Darth Vader finalmente salva a Luke del emperador. Agregó piedras y puertas y otras idioteces. Y finalmente, sacrilegio de sacrilegios, le agregó ojos CGI a los Ewoks y ahora pestañean como quinceañeras en un baile.

No le alcanza a Lucas con haberle agregado tres películas malísimas a la serie, encima tiene que hacer todo lo posible para que las originales, hijas pródigas en las que hemos puesto todas nuestra complacencias, nos las recuerden. George Lucas, igual que Weiner, tiene una sola historia que contar, nos ha quedado clarísimo que hasta ahí le dio la cabeza. Y no es poco para una cabeza: Los Jedi, la Fuerza, Obi Wan y Han Solo. "Luke, I am your father". ¡Gran cabeza! ¿Cómo puede ser la misma que inventó los midiclorians; la historia de amor guarra e incompresnible entre Anakin y Amidala; y a ese horror que es Yar Yar, una lagartija idiota que habla raro (no raro y precioso como Yoda) sino solamente -estúpidamente- raro.

Es la misma cabeza. La pomada de Weiner le hace falta a Lucas porque lo que ha perdido es el entendimiento de su propia gran historia. Ha perdido lo que Weiner tiene estampado en cada dedo con el que teclea las aventuras de sus gordas: la claridad de lo que hace su historia digna de contarse, aunque sea la misma, una y otra vez. Lucas no sólo ya no pudo volver a contar su historia, sino que parece estar resentido en contra de las veces que sí pudo contarla y se empeña en jalonearla y manipularla, hasta dejarla irreconocible a los ojos de la gente que la ha tomado como suya, porque es suya. Es nuestra, más que de él. Si no por otra cosa, porque la queremos más.

Según leo en internet, las historias de Weiner engendran tanto amor entre sus lectoras como el que sus gorditas encuentran. Pero el amor que engendraron las historias de Lucas hacen que ese amor parezca tan nimio como el de Anakin y Amidala. El amor que hay por las historias de Lucas es una pasión ciega, loca, a la "Nueve semanas y media", "Último tango en Paris" y "Casablanca" al mismo tiempo. Es una pasión irredenta, que Lucas parece resentir. Y que nosotros, lo enamorados, nos rehúsamos a abandonar. Esa única historia que el pobre de Lucas supo contar, nos la contó tan bien que fue como endorsarla. Nos la dio, ni modo. Y ahora se la pasa metiéndose con ella como para quitárnosla. Para reclamarla de vuelta. Para gritar: es mía, mía, mía. Y no se las presto más que con mis condiciones. Y la cambio y le muevo y dejo claro que es mía. ¿Por qué? por que no le entiende a su propia historia. Que sí, es la de Luke y la Fuerza y así. Pero es más bien la historia en que todos sus freaky fans nos la apropiamos y la protegemos como si él, gordo insoluto, no hubiera tenido nada que ver con su existencia.

La historia de Star Wars es cómo Lucas nos dio el mejor regalo del mundo y después se dedicó a pichicatearlo y a devolverlo escupido. Es una historia de amor, ésta que Lucas no termina de aceptar como la suya, aunque él la creó con su otrora gran cabeza y la alimentó con galletitas de merchandising durante años. Una historia de amor y ahora de traición. No le entiende a su historia, la única gran historia de la que ha podido ser parte. Pomada de Weiner, necesita. Para volver a entender de qué va la cosa, contarla con alegría una y otra vez y dejar de molestar a sus muchos enamorados.


Compraremos el Blu-ray, claro. Aunque sea para quejarnos con conocimiento de causa. Pero bajo protesta y con muchos buenos argumentos para odiar tanto como amamos. Argumentos como éstos que dejo aquí: que han hecho muy feliz a la fan freaky y a la guionista seria que pelean mucho en mi cabeza. Gran cosa.

Phantom Menace:

http://scriptshadow.blogspot.com/2011/09/phantom-menace-star-wars-week.html

Attack of the clones:

http://scriptshadow.blogspot.com/2011/09/attack-of-clones-star-wars-week.html

Revenge of the Sith:

http://scriptshadow.blogspot.com/2011/09/amateur-friday-revenge-of-sith-star.html