No eres suficientemente extraordinaria, me dijo mi abogado
gringo. Y contuve el impulso de despedirlo en el acto porque es buen abogado y
sus argumentos eran sólidos: "No tienes agente, no tienes premios, tus
salarios no han llegado ni a los mínimos sindicales". Un golpe al hígado
tras otro, conectó, el cabrón. Me defendí: "Hice una película". Él
puso un tono gringo y compasivo: "Que no han estrenado y sólo ha entrado a
un festival". Pues sí, contra
la verdad, nadie.
Todo esto me pasa en aras de convencer a las autoridades
migratorias de los Estados Unidos de que me den una visa reservada para
"talentos especiales" que me permita vivir en su país.
La existencia misma de semejante visa se presta a un ensayo sobre las
prácticas hegemónicas del imperialismo en turno, y si me diera por ahí me
declararía en contra de esta estructura dedicada al robo de talentos de todo el
mundo para alimentar la máquinaria cultural y científica de un país con la
moral en quiebra y la creatividad coja que demuestra a diario con sus
industrias de consumismo, necesidades inventadas y -demonio de todos demonios- Hollywood y su cine falto de vida, falto de realidad, lleno de engaños animados
por computadora, pan y circo. Ya. Tomen aire.
Lo malo, claro, es que no me da por ahí. Vivo en el país del
norte, en la ciudad de las palmeras y me gusta tener su sol implacable de enero
sobre los hombros. Tengo que ir a
pedir chichi con las autoridades migratorias de la maquinaria, a ver si me
dan permiso de seguir pidiendo trabajo en el horrible y glorioso pueblo que este
año nos dio Gravity y Grown ups 2.
Pero no soy suficientemente extraordinaria, dijo el tipo. ¿Cómo convencerlos? Ojalá en vez de pedirme aplicaciones con listas de mercado
sobre mis -pocos, sí- logros laborales y mediáticos, me pidieran un segundo de asomarse
a mi cabeza. Y no es que mi cabeza sea particularmente extraordinaria, no
escribo esto para que mis seres queridos salten a contradecirme con elogios y
amor. Lo escribo para hacer un acto peor de proselitismo, para caer en un peor lugar
común, que es el siguiente: los logros más impresionantes de todo el mundo están casi siempre escondidos. Mis
conquistas más extraordinarias no las pregunta la entidad migratoria, nadie las
pone en sus currículums, pero deberían.
No me he ganado un premio de reconocimiento internacional,
pero me he aprendido a cabalidad los humores y miedos de otro, puedo recitar
sus días iguales y me he ganado el privilegio de compartirlos. Me he pasado la vida entrenando y a veces he sabido consolar a mis amigas cuando les duele un novio, a
mis hermanos cuando les duele un abismo, a mis sobrinos cuando una rodilla
raspada.
No tengo agente pero me he deshecho del miedo que a los
treces años me daba comerme una galleta y que se me fuera a los muslos. Dejar de sufrir por tonterías me fue
mucho más difícil de lo que me ha sido escribir todos los guiones que he
escrito o que iré a escribir y que un día, con certeza, me conseguirán un
agente.
No tengo contratos pero tengo la energía de mi infancia -si
la busco un poco- siempre ahí, lista para propagar su disposición inmediata a
la felicidad. Tengo confianza, qué horrible trabajo cuesta la confianza y ya va,
más o menos. Tengo el dolor curado de las primeras pérdidas; la certeza de que
he tenido tanta suerte, han sido tan pocas.
No he hecho nada y de cualquier modo he hecho cosas tan
grandes que no se pueden listar, que se guardan en el centro de mi cabeza cada
vez que quiero describirlas porque así comprueban que no están para explicarse.
Lo que es cierto es que el abogado gringo tiene razón: no
soy extraordinaria. Todo el mundo hace cosas así. Todo mundo tiene sus
verdaderos logros escondidos en un punto de luz que debería brillarles en la
frente. Todo mundo se sabe dueño de conquistas inalcanzables que no se enumeran
con facilidad. Todo el mundo. Todos los días. Qué ganas de saberlas todas. A todos les darían su visa.