No es que sea yo muy profunda, pero sí lloro mucho.
¿Qué se podría llenar con toda el agua que he derramado en mi
vida? Nada más con la de ahora se llenaría, digo yo, un caballito de mezcal.
Salado.
De niña lloraba cuando mis papás se iban de viaje, cuando mi
hermano me molestaba, una vez cuando se me cayó una estrella a la que le había
puesto resistol uniéndose al piso en vez de a mi cuaderno irremediablemente.
Un tiempo después di en llorar por mis esfuerzos vanos. Por
alguna blusa mal escogida, por algún centímetro extra de cadera, por un
ridículo menor empeorado exponencialmente
por la inseguridad y el miedo a cosas que ya no me dan miedo, como las
niñas guapas de 14 años.
Luego he llorado por hombres. Cómo he llorado por hombres.
Hombres buenos y malos y regulares. Muchos, muchos que no se merecían que nadie
llorara por ellos; y no muchos, pero suficientes, que todavía serían dignos de
mis lágrimas y mis esfuerzos. Lloré por amores contrarados que sentí volverse amistades
perdidas, lloré por amores logrados con los que no pude cargar, lloré a veces
de gusto cuando esas dos cosas dejaron de ser ciertas. Muchas lágrimas con
nombre, varios que se me han olvidado. Varios que vienen conmigo y con el agua
de hoy.
No sé en qué momento empecé a llorar por cosas de verdad.
Por el tiempo que se iba quedando, por las pieles que ya no eran mías. Por las
cosas que cambian, el aire que se mueve con olores nuevos, cosas que no son de
nadie, ni de su culpa ni de su estampa, cosas de pronto imposibles. La tristeza
ajena que no estuvo en mí remediar, la nostalgia propia que hasta hoy me ataca
sin aviso, la muerte.
Hoy lloro por todo. Lo feliz y lo devastador. Lloro frente a la emoción de mis sobrinos, los meses perdidos, el olor de la cocina. Lloro por críticas falsas, por no librar expectativas que nadie tiene de mí. Lloro cuando siento los dedos atrapados en mil puertas imaginarias. Siento agua hirviendo en el pecho, en el estómago, reclamando un espacio que no sé donde encontrarle. Siento el mundo entero en los hombros y bajo los talones. Me exprime hasta dejarme seca. Una pausa y otra vez. Lloro y lloro.
Se me hinchan los ojos mucho más que antes. Se
me nota mañana que hoy lloré y lloré. Por primera vez, tampoco sé
desde cuando, a veces me aguanto las lágrimas por ese motivo tan pobre. Siento
la punta de la nariz desgarrada por el esfuerzo. Siento el ansia de brazos y
espaldas que no van juntas encogidas sobre mí, pero no están.
Suspiro también todo el tiempo, llorando y sin llorar. El
aire y el agua del cuerpo en mi caso son elementos entregados completos a toda
esta diatriba que se resume en no dejar ir. No dejar ir nada más que esa agua y
ese aire que no aguantan lo demás dentro de mí. No aguantan tanta euforia
actual y tanta nostalgia de euforia pasada. No aguantan tanto auto juicio y
tanta libertad al mismo tiempo. Se rebelan en mi contra y se largan por donde
pueden. Por mis ojos, sobre todo, hinchándolos.
Siento que no he aprendido nada, ni cambiado nada, ni
soportado nada. Me han pasado tantas cosas buenas. Pensarlo me hace llorar. Me
han pasado desgracias menores y mayores, como a todos. Como a todos, lo sepan o
no, me devastan todo el tiempo.
Haciéndome llorar.
Llorar sin motivo específico, sin depresión, sin
pérdida ¿qué es? es tener claro el recuento, saber donde se ha estado. Hago
muchas cosas, todos los días hago cosas, desde echarme crema hasta pensar en el
espacio entre las estrellas. Vivo en dos países, vuelvo familia a desconocidos,
reconozco a la familia que a veces dejo de ver. Invento cosas a diestra y siniestra,
recibo las invenciones de los demás. Hago muchísimas cosas. En poco tiempo cabe
tanto. Aprendo y juego y sufro. Y lloro, como ahora. A veces siento que, de todo, lo que
más he hecho es llorar.