Mi abuela materna hizo la maldad de morirse hace casi cuatro años. Más bien algo le hizo la maldad a ella, porque se murió a pesar de haber estado empeñada en vivir con la energía más concentrada que habré de ver jamás. Mi abuela materna -mi Abu- se murió a pesar de estar más viva que nadie.
Siempre fue una abuela vital, a todas las edades vivía remodelando su perfecta casa, vivía enterándose de las preocupaciones de sus nietas, echando pleitos por causas políticas, emprendiendo largas caminatas, trabajando ocho horas diarias. Era una abuela llena de actividades en apariencia impropias para su edad, pero las llevaba a cabo con tal naturalidad que lo que parecía impropio era su edad misma. La vejez estaba fuera de lugar en mi Abu, porque ella se antojaba eterna, una adulta interminable que eventualmente sería más joven que sus hijos, luego más joven que sus nietos. Nadie se imaginó que esa mujer independiente, solitaria, flagrantemente viva, fuera a morirse. Retirarse de mi Abu fue una traición de la vida, que como un novio ingrato, la abandonó a pesar de que ella se le había entregado con tanto abandono.
A últimas fechas me ha dado por soñar con mi Abu. La sueño viva como estuvo siempre y sin embargo -en esas vueltas de tuerca que traen los sueños- todos sabemos que ha muerto aunque ande deambulando. La sueño caminando junto a mí, cocinando, escuchando mis historias adolescentes como si fuera ella misma una quinceañera sabia. La sueño escalando montañas, nadando hasta atravesar el Océano Atlántico y caminar hasta Madrid para ver la casa donde creció mi novio Daniel, la primera parte de mi familia que ya no pudo conocer. Sueño a mi Abu viva pero hasta en el sueño sé que no lo está, tanto que antes de despertar siempre me dice que se va; y yo sé que se está muriendo y sé también que no pasa nada, que esa muerte es la misma de la que vino y que es una tragedia terrible, pero no novedosa.
Ayer la soñé en su casa en mitad de la reunión familiar que vendrá con las fiestas de Navidad aun sin ella, porque la vida -cabrona como es- sigue así. Estábamos en el sueño todos sus hijos y todos sus nietos, Abu sentada en la cabecera de su mesa dirigiendo que la comida nos llegara. Luego peleando con encender la chimenea para calentar a la gente que se cambió de sillas para agruparse en distintos rincones.
Finalmente mi Abu se sienta junto a mi familia nacida en Madrid y lo observa por primera vez. - "¡No alcancé a conocerlo, qué bueno que ahora ya! - me explica, porque ella está tan consciente como mi sueño de que murió antes de que yo lo conociera. Mi Abu habla con él, lo aprueba, le ríe dos chistes y luego me dice que está cansada, que se va a dormir. Entonces yo la levanto de su silla, la cargo como al bebé en que se convirtió durante los últimos días y la llevo hasta su cama, donde encuentro - porque así son los sueños - que ella misma ya está dormida. Tengo dos Abus en su cama, una viva y una frágil, me acuesto junto a ellas y las siento unirse hasta desaparecer, sabiendo que lo que se me escapa no lo hace por primera vez.
A pesar de estar confundidos entre quién anda vivo y quién no, no hay nada siniestro en mis sueños, no los recuerdo como malos sueños, ni me angustian al pasar. El hecho de la muerte es sólo eso: un hecho. Abu está muerta aunque ande deambulando. En la construcción abarcadora de los sueños eso es lógico. No es el horror sino la realidad, que aunque vaya mal con los sueños, en éstos míos se impone; una realidad triste pero más que nada pragmática, innnegociable. Yo me despierto extrañando a mi Abu como el primer día, con un punto negro en el centro del cuerpo. La extraño porque mis sueños, a pesar de tener reglas tan absurdas, la recuerdan con una presición extraordinaria: su mirada, su voz, su escépticismo, su control, su cuerpo, todo aparece con la claridad de una visita. No me da miedo soñarla en movimiento aun sabiendo que no es la vida quien la mueve, porque me da gusto verla moverse, aunque sea así en sueños, a medias, doblemente a medias porque hasta en el sueño es tiempo prestado el que usa para caminar, comer, escucharme y arreglar su casa ya perfecta.
Hace casi cuatro años, cuando acababa de morir, la muchacha que se quedó trabajando en su casa quiso irse porque decía que mi Abu todavía por ahí andaba, que la había visto ya tres veces, que se le acercaba caminando en su camisón rosa. A ella sí que le daba miedo, y me decía que estaba loca cuando yo le decía, jugando pero más bien suplicando: "Juanita, cuando se le aparezca otra vez llámeme, invíteme, que yo muero de ganas -pero muero de veras- por verla otra vez."