lunes, 12 de diciembre de 2011

Soñar con Abu

Mi abuela materna hizo la maldad de morirse hace casi cuatro años. Más bien algo le hizo la maldad a ella, porque se murió a pesar de haber estado empeñada en vivir con la energía más concentrada que habré de ver jamás. Mi abuela materna -mi Abu- se murió a pesar de estar más viva que nadie.

Siempre fue una abuela vital, a todas las edades vivía remodelando su perfecta casa, vivía enterándose de las preocupaciones de sus nietas, echando pleitos por causas políticas, emprendiendo largas caminatas, trabajando ocho horas diarias. Era una abuela llena de actividades en apariencia impropias para su edad, pero las llevaba a cabo con tal naturalidad que lo que parecía impropio era su edad misma. La vejez estaba fuera de lugar en mi Abu, porque ella se antojaba eterna, una adulta interminable que eventualmente sería más joven que sus hijos, luego más joven que sus nietos. Nadie se imaginó que esa mujer independiente, solitaria, flagrantemente viva, fuera a morirse. Retirarse de mi Abu fue una traición de la vida, que como un novio ingrato, la abandonó a pesar de que ella se le había entregado con tanto abandono.

A últimas fechas me ha dado por soñar con mi Abu. La sueño viva como estuvo siempre y sin embargo -en esas vueltas de tuerca que traen los sueños- todos sabemos que ha muerto aunque ande deambulando. La sueño caminando junto a mí, cocinando, escuchando mis historias adolescentes como si fuera ella misma una quinceañera sabia. La sueño escalando montañas, nadando hasta atravesar el Océano Atlántico y caminar hasta Madrid para ver la casa donde creció mi novio Daniel, la primera parte de mi familia que ya no pudo conocer. Sueño a mi Abu viva pero hasta en el sueño sé que no lo está, tanto que antes de despertar siempre me dice que se va; y yo sé que se está muriendo y sé también que no pasa nada, que esa muerte es la misma de la que vino y que es una tragedia terrible, pero no novedosa.

Ayer la soñé en su casa en mitad de la reunión familiar que vendrá con las fiestas de Navidad aun sin ella, porque la vida -cabrona como es- sigue así. Estábamos en el sueño todos sus hijos y todos sus nietos, Abu sentada en la cabecera de su mesa dirigiendo que la comida nos llegara. Luego peleando con encender la chimenea para calentar a la gente que se cambió de sillas para agruparse en distintos rincones.

Finalmente mi Abu se sienta junto a mi familia nacida en Madrid y lo observa por primera vez. - "¡No alcancé a conocerlo, qué bueno que ahora ya! - me explica, porque ella está tan consciente como mi sueño de que murió antes de que yo lo conociera. Mi Abu habla con él, lo aprueba, le ríe dos chistes y luego me dice que está cansada, que se va a dormir. Entonces yo la levanto de su silla, la cargo como al bebé en que se convirtió durante los últimos días y la llevo hasta su cama, donde encuentro - porque así son los sueños - que ella misma ya está dormida. Tengo dos Abus en su cama, una viva y una frágil, me acuesto junto a ellas y las siento unirse hasta desaparecer, sabiendo que lo que se me escapa no lo hace por primera vez.

A pesar de estar confundidos entre quién anda vivo y quién no, no hay nada siniestro en mis sueños, no los recuerdo como malos sueños, ni me angustian al pasar. El hecho de la muerte es sólo eso: un hecho. Abu está muerta aunque ande deambulando. En la construcción abarcadora de los sueños eso es lógico. No es el horror sino la realidad, que aunque vaya mal con los sueños, en éstos míos se impone; una realidad triste pero más que nada pragmática, innnegociable. Yo me despierto extrañando a mi Abu como el primer día, con un punto negro en el centro del cuerpo. La extraño porque mis sueños, a pesar de tener reglas tan absurdas, la recuerdan con una presición extraordinaria: su mirada, su voz, su escépticismo, su control, su cuerpo, todo aparece con la claridad de una visita. No me da miedo soñarla en movimiento aun sabiendo que no es la vida quien la mueve, porque me da gusto verla moverse, aunque sea así en sueños, a medias, doblemente a medias porque hasta en el sueño es tiempo prestado el que usa para caminar, comer, escucharme y arreglar su casa ya perfecta.

Hace casi cuatro años, cuando acababa de morir, la muchacha que se quedó trabajando en su casa quiso irse porque decía que mi Abu todavía por ahí andaba, que la había visto ya tres veces, que se le acercaba caminando en su camisón rosa. A ella sí que le daba miedo, y me decía que estaba loca cuando yo le decía, jugando pero más bien suplicando: "Juanita, cuando se le aparezca otra vez llámeme, invíteme, que yo muero de ganas -pero muero de veras- por verla otra vez."

jueves, 10 de noviembre de 2011

La diva

Se habla mucho de las alegrías que dan los hijos, pero nunca de las que dan los papás. Mi mamá cantando en el Auditorio Nacional, gran excepción.

http://www.youtube.com/watch?v=FkpGK7iLBh4


jueves, 6 de octubre de 2011

Steve

La primera vez que hice un trabajo por el que sentí cariño, lo hice en mi enorme y preciosa Mac Snow.

Mi Power Book de hoy es el único objeto en el mundo al que quiero. Como si fuera un amigo.

Este blog que tanto adoro lo escribo hoy desde una tablita luminosa que me lo pone más cerca que nunca.

Mi amigo al que amo me dice que vive junto a mí porque hace unos años escuchó un discurso de graduación que lo obligó a irse a buscar lo que él amaba. Entre otras cosas, se topó conmigo.

Todos esos pasados y presentes enamorados me los dio Steve Jobs. Y por eso ahora, sin haberlo conocido ni de lejos, me da tristeza su muerte como la de un compañero entrañable.

Lo mismo le pasa a todo el mundo. Debe ser porque todos sentimos que perdiéndolo a él perdimos -más que a un genio- a un enamorado. Perdiendo sus ocurrencias, perdimos la posibilidad de tantos y tantos futuros amores.

Les dejo aquí el discurso en el que habla de sus propios cariños y la importancia de buscarse los de uno.

http://www.youtube.com/watch?v=UF8uR6Z6KLc

Y de paso las condolencias de Obama que me conmovieron tanto, seguramente porque las leí en una de esas invenciones de tributo.

By building one of the planet's most successful companies from his garage, he exemplified the spirit of American ingenuity. By making computers personal and putting the internet in our pockets, he made the information revolution not only accessible, but intuitive and fun. And by turning his talents to storytelling, he has brought joy to millions of children and grownups alike. Steve was fond of saying that he lived every day like it was his last. Because he did, he transformed our lives, redefined entire industries, and achieved one of the rarest feats in human history: he changed the way each of us sees the world.

The world has lost a visionary. And there may be no greater tribute to Steve's success than the fact that much of the world learned of his passing on a device he invented. Michelle and I send our thoughts and prayers to Steve's wife Laurene, his family, and all those who loved him.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Unos niños

La semana pasada fuimos a Disneylandia. Vamos mucho a Disneylandia porque vivimos aquí junto y somos cursis. Es lo máximo ese lugar, si uno lo toma como lo que es: un horror. Un horror de gritos y filas larguísimas y calor. Un horror de canciones que llenan el ánimo de recuerdos de infancia; un horror de fachadas falsas y juegos mecánicos que provocan ternura, adrenalina y carcajadas, generalmente en desorden o -cuando son buenos- al mismo tiempo. Es un horror fantástico de magalomanía y pop que me provoca un amor ciego y alegre. Es un horror perfecto, salvo por su único aspecto genuinamente terrrorífico: está lleno de niños.

Niños de todas las edades y colores. Niños de brazos que no pueden ni abrir los ojos bajo el sol que brilla sobre ellos y el dumbo que les da vueltas. Niños que van con la cara pintada, dando de gritos, haciendo honor a la euforia que el parque está construído para provocar. Niños con la boca llena de babas azules cortesía del algodón de azúcar que los hace correr sin rumbo, como ratones perseguidos, hasta que se tropiezan con sus propios pies y lloran el resto del día. Niños consentidos que van vestidos de princesas y héroes, cargando todos los juguetes y chocolates que quisieron comprarse. Y niños que van como castigados, bajo la sombra de un papá acalorado y furioso, que acaba de sacar sus frustaciones sobre el motivo que lo tiene gastando dinero que no tiene en el horror: ellos.

Niños. Yo nunca he sido buena para los niños ajenos. A los propios los adoro, porque les veo de cerca la piel recién hecha, el pelo suve, la sonrisa perfeca que me recuerda a alguien que quiero. Todo lo molesto que hace un niño propio deja de ser molesto porque -igual que Disneylandia- traen algo de nostalgia y euforia al cuerpo. Pero los niños ajenos quedan demasiado lejos para escucharles las ocurrencias agradables y para olerles el cuello a nuevo. Los niños ajenos se ven como que huelen mal y todo lo que hacen parece ser producto de los desvaríos de una mente que no ha terminado de formarse. Como un pastel a medio hacer, se les ve llenos de promesa pero pastudos e imposibles de digerir en su estado actual.

De todos modos, como nosotros somos unos niños adultos, vamos a Disneylandia a lidiar con ellos. Pero esta vez entre la masa de pastelitos mal cocinados, se colaron unos que me mataron el cinismo con su absoluta dulzura.

La primera estaba en el carrusel. Tenía esa edad en la que los niños ya no son bebés pero tampoco personas. Apenas podía caminar, mucho menos disfrutar del ruido y el tumulto que la rodeaba mientras su papá la sostenía sobre el caballito, empeñado en hacerla feliz para hacerse feliz a sí mismo. La sentaba sobre el caballito una y otra vez, levantándole los brazos para que no se desparramara como el pastel de las hadas de la Bella Durmiente. La niña lo miraba como a un torturador, pero por fin le dio por su lado, se dejó amarrar al famoso caballo y hasta echó unas sonrisas que la panza flotadora de su papá correspondió. Triunfo total. Hasta que el juego arrancó y el caballito dio en subir y bajar. La pobre niña no había previsto semejante ataque a su estabilidad. Se arrancó el cinturón y saltó hacia los brazos desprevenidos de su papá que no la tiró de milagro. Para este momento tenía la frente sudada y sus dos coletas negras habían colapsado a pesar de todo el gel que alguna vez las mantuvo arriba. Imaginé a su papá peinándola en la mañana, engominando un peine y unas ligas con la promesa del parque en el futuro. La promesa que ahora era la total decepción, porque que su hija había salido cautelosa y no le gustaba que su asiento se moviera inesperadamente, como hacen casi todos los asientos de las ferias. La niña miró a su papá como si pudiera percibir su desencanto y estiró los brazos otra vez hacia el caballito. El papá trató de subirla de nuevo pero no era para tanto y ella se resistió como un ninja. Lo que hizo fue poner las dos manos sobre el enorme caballo y dejar que le subiera y bajara los brazos desde los pies hasta arriba de la cabeza una vez y otra. Luego miró a su papá como implorando que semejante esferzo fuera suficiente para hacerlo feliz. Y sí era. El papá sonreía tan profundamente que se le metían los cachetes en los ojos. La niña mantuvo las manos subiendo y bajando, como quien piensa en lo que hay que hacer para mantener feliz a un adulto.

La segunda estaba en Splash Mountain. Habrá tenido siete años y era una niña de esas que no necesitan el traje de Cenicienta porque de inicio se comportan como una princesa de dedo parado y nariz respingada. Muy respingada. Tenía el pelo rubísimo y delgado como ella. La banda de sus jeans era de un rosa profundo que hacía juego con el estampado de su playera, el lip gloss que le colgaba de la muñeca y el moño que le decoraba el pelo. Su mamá estaba igual de bien compuesta pero la actitud de esta niña indicaba que su perfección tenía más que ver con sus propios esfuerzos que con los de alguien más. Splash Mountain -para los no enteredados- es un juego muy popularísimo que termina en una cascada que echa un splash y que te moja, mucho. Pero es tan divertido que la gente se aguanta la mojada. Y no sólo se la aguanta sino que reincide. Así que la fila del juego siempre está poblada por gente a medio secar, que huele regular, con el rimel corrido y flecos crespos sobre la cara. La niña rubita estaba completamente fuera de lugar entre tanto ordinario. Categoría en la que me incluyó de inmediato con una mirada rápida. Yo no estaba mojada todavía pero sí acalorada y mal vestida, porque me había puesto mis peores fachas para irlas a mojar a Splash Mountain. No contaba con la mini fashion police presente en la cola. Total, después de mucho esperar, llegamos al momento de subir al carrito. Como era lógico, súper mamá de la rubita sacó de su bolsa cuatro ponchos de plástico y vistió a toda su familia para la ocasión antes de dejarlos subir. Todos los ponchos eran azules y con Mickey menos el de la niña que era rosa, del mismo rosa que su banda. Nos dejaron subir y quedé justo atrás de ella, que se acomodaba el poncho sobre el pelo para asegurarse de que ni la más mínima gota de agua puerca disneylandesca le cayera encima. Pasamos el juego, en el que yo nunca había estado y que me hizo muy feliz. Todo fue perfecto hasta la última caída en la que quedé tan empapada como la peor de las chafas de la fila. En cuanto terminó, la niña rubita se bajó el gorro del poncho con el estilo de Greta Garbo y se volteó a mirarme. Me miró de arriba a abajo, y luego a los ojos y otra vez abajo. Era muy chica para tener desarrollado ese músculo que le hubiera indicado a un adulto el tiempo que es aceptable observar a una persona que te da pena. Mi vio el pelo empapado, la cara mugrosa, la playera pegada y transparente sobre el pecho. Me miró primero con superioridad, sintiendo su poncho con los dedos; debajo de él, su pelo seco e intacto. Pero luego me siguió mirando, ya con lástima, como si se preguntara por qué estaba yo en esa terrible situación ¿donde estaría mi mamá con mi poncho? O peor aún ¿por qué no era yo el tipo de adulto que -como su mamá- tenía un poncho? Un poncho que sacar de mi bolsa para protegerme a mí a los mios de la intemperie de Splash Mountain. Le provoqué una infinita compasión y no le dio ninguna vergüenza dejarlo claro en un segundo, con una mirada. Escuincla mamona y fantástica.

Y el tecero fue un niño. Y eso sí que fue una sorpresa, porque si yo tengo reticencia a los niños ajenos, a los niños ajenos -con o- les tengo más bien pavor. Estábamos formados en mitad de un pasillo del parque al que invadía una muchedumbre muy seria para ver un show muy serio. Frente a nosotros había un pase peatonal poblado por gente que quería huír del show y que se movía con más rapidez que una carretera. Pasaba toda clase de gente con cara de hartazgo, corriendo como animales enjaulados que encontraban una salida al aire libre. El pasillo de la libertad que te lleva a la puerta de salida y que a las siete de la noche en Disneylandia se mueve como precedido por la orden ¡sálvese quien pueda! Por ese pasillo vi venir a un niño de unos cuatro años sentado en una carreola. Venía comiendose unas galletas con tal gusto, que me imaginé que era el primer paquete de galletas que se había comido. Era tan chico que seguramente seguía en esa estapa en la que unas galletas Oreo pueden ser una primera experiencia, reservada para el día en que te llevan a disneylandia. Noté el gusto entre otras cosas porque en ese momento yo hubiera matado por unas galletas iguales, y por ir acostada en un carrito que empujaba mi papá o alguien así de confiable. Estaba a punto de morir de envidia, envidia de la mala, esa que te hace pensar que todas las cosas buenas, como unas galletas y un carrito, le pasan a quien menos las merecen. Como a un niño. Con o. Pasó frente a nosotros como un rayo comandado por las ganas que tenía su pobre custodio de escapar de la magia Disney. Todo iba bien hasta que en mitad de un deleite de galleta demasiado entusiasta, al niño se le cayó el paquete completo al suelo. Su cara quedó tomada por una angustia inmediata, mezclada con la aceptación de lo inevitable. Volteó a ver a quien fuera que lo empujaba a toda velocidad, pero ni habló porque vio que no valía la pena. Dobló la cara como para soltar un intenso sollozo, pero el gesto quedó en doblez porque el pobre se dió cuenta que cualquier aullido hubiera sido inútil. Lo que hizo entonces fue sacar la mano del carrito como para tratar de rescatar sus galletas del suelo, sabiendo que estaban muy atrás. Y se quedó con la mano de fuera, abriéndola y cerrándola como para recoger algo, pero algo que él sabía se había quedado tan lejos de su alcance que el gesto de su mano era más bien el de una bucólica despedida.

Niños. En general son el horror. El horror. Pero a veces hay unos...

martes, 13 de septiembre de 2011

George lucas y unas chicas gordas que encuentran el amor.

Me ha dado por leer a una escritora bastante regular de nombre Jennifer Weiner. Pronunciado guainer, no güiner (la mujer es cursi además de no muy buena escritora y se empeña en dejar eso claro cada vez que dice su nombre). Se empeña también en quejarse de que el mundo la considere una escritora menor, que disque porque es mujer y gordita, no la toman en serio. Aunque estoy segura de que esos dos factores no la ayudan, estoy también segura de que el mundo la considera una escritora menor porque lo es. Sobre todo comparada con, digamos, Shakespeare- Escritor, también. Sin embargo ya he leído tres de sus libros porque aunque no me gustan, son algo hipnóticos; y aunque no me interesan sus personajes, me da ansia cerrar el libro sin enterarme de qué les va a pasar. Total, supongo que la leo porque se me ha aparecido como un misterio, mediocre pero curioso. La leo para desentrañar por qué no puedo dejar de leerla. Los tres libros que llevo se tratan más o menos de lo mismo, unas mujeres gorditas y disque simpátican sufren (poco) y al final encuentran el amor y el éxito. Sus descripciones de lo que se siente ser una gordita que busca el amor y sufre por ser gordita, aun siendo simpática, son correctas y de vez en cuando conmovedoras. Pero no acabo de entender el éxito arrollador que tienen, porque ni yo, que soy algo gordita, tengo interés en leer descripciones correctas de lo que se siente serlo. Pero sin embargo (plionasmo que he heredado de la prosa de la Weiner) la gente la lee. Mucho. Tiene seis novelas uber exitosas, nombradas en las listas del New York Times y los clubes de Oprah y con brillantes críticas en el Kirkus review. Las seis las escribió en sólo diez años, durante los cuales tuvo tiempo además de tener dos hijas, hacer uno de los libros película y crear una serie de televisión. ¿Y por qué pudo hacer eso? Por que es muy trabajadora, evidentemente. Pero también porque todos sus libros y su serie de televisión tienen el mismo personaje central y se tratan de lo mismo. Puede hacerlo, y hacerlo tan bien como la primera vez, porque ha entendido su posición en el mundo. Ha entendido la historia que tiene que contar y la ha contado, una y otra vez sin echarla a perder. Ahí reside el talento de la Weiner, y es un talento difícil, imposible, admirable. Ojalá existiera una pomada de Weiner que poder untarle a George Lucas.

Sí, todo esto lo cuento para hablar de lo que de veras de interesa hoy (y casi siempre) que es: Star Wars. Hay una conexión, denme chance y llego a ella.

La semana que entra sale en Blu-Ray la saga de Star Wars. Cosa que a freakies como yo los emociona y enfurece mucho más de lo que debería. Emociona por los motivos evidentes: estamos medio enfermos y la idea de que Lucas nos comparta nuevos special features, behind-the-scenes, escenas cortadas de la trilogía original que Nadie. Nunca. Ha. Visto, etc. nos llega al corazón. Y enfurece por motivos también evidentes (por lo menos entre freakies): George Lucas se sigue metiendo con sus perfectas películas y echándolas a perder como si su propósito en la vida fuera molestarnos. Son cosas menores para la gente normal, le agregó un NO, NO, ¡NOOO! molestísimo a la escena en la que Darth Vader finalmente salva a Luke del emperador. Agregó piedras y puertas y otras idioteces. Y finalmente, sacrilegio de sacrilegios, le agregó ojos CGI a los Ewoks y ahora pestañean como quinceañeras en un baile.

No le alcanza a Lucas con haberle agregado tres películas malísimas a la serie, encima tiene que hacer todo lo posible para que las originales, hijas pródigas en las que hemos puesto todas nuestra complacencias, nos las recuerden. George Lucas, igual que Weiner, tiene una sola historia que contar, nos ha quedado clarísimo que hasta ahí le dio la cabeza. Y no es poco para una cabeza: Los Jedi, la Fuerza, Obi Wan y Han Solo. "Luke, I am your father". ¡Gran cabeza! ¿Cómo puede ser la misma que inventó los midiclorians; la historia de amor guarra e incompresnible entre Anakin y Amidala; y a ese horror que es Yar Yar, una lagartija idiota que habla raro (no raro y precioso como Yoda) sino solamente -estúpidamente- raro.

Es la misma cabeza. La pomada de Weiner le hace falta a Lucas porque lo que ha perdido es el entendimiento de su propia gran historia. Ha perdido lo que Weiner tiene estampado en cada dedo con el que teclea las aventuras de sus gordas: la claridad de lo que hace su historia digna de contarse, aunque sea la misma, una y otra vez. Lucas no sólo ya no pudo volver a contar su historia, sino que parece estar resentido en contra de las veces que sí pudo contarla y se empeña en jalonearla y manipularla, hasta dejarla irreconocible a los ojos de la gente que la ha tomado como suya, porque es suya. Es nuestra, más que de él. Si no por otra cosa, porque la queremos más.

Según leo en internet, las historias de Weiner engendran tanto amor entre sus lectoras como el que sus gorditas encuentran. Pero el amor que engendraron las historias de Lucas hacen que ese amor parezca tan nimio como el de Anakin y Amidala. El amor que hay por las historias de Lucas es una pasión ciega, loca, a la "Nueve semanas y media", "Último tango en Paris" y "Casablanca" al mismo tiempo. Es una pasión irredenta, que Lucas parece resentir. Y que nosotros, lo enamorados, nos rehúsamos a abandonar. Esa única historia que el pobre de Lucas supo contar, nos la contó tan bien que fue como endorsarla. Nos la dio, ni modo. Y ahora se la pasa metiéndose con ella como para quitárnosla. Para reclamarla de vuelta. Para gritar: es mía, mía, mía. Y no se las presto más que con mis condiciones. Y la cambio y le muevo y dejo claro que es mía. ¿Por qué? por que no le entiende a su propia historia. Que sí, es la de Luke y la Fuerza y así. Pero es más bien la historia en que todos sus freaky fans nos la apropiamos y la protegemos como si él, gordo insoluto, no hubiera tenido nada que ver con su existencia.

La historia de Star Wars es cómo Lucas nos dio el mejor regalo del mundo y después se dedicó a pichicatearlo y a devolverlo escupido. Es una historia de amor, ésta que Lucas no termina de aceptar como la suya, aunque él la creó con su otrora gran cabeza y la alimentó con galletitas de merchandising durante años. Una historia de amor y ahora de traición. No le entiende a su historia, la única gran historia de la que ha podido ser parte. Pomada de Weiner, necesita. Para volver a entender de qué va la cosa, contarla con alegría una y otra vez y dejar de molestar a sus muchos enamorados.


Compraremos el Blu-ray, claro. Aunque sea para quejarnos con conocimiento de causa. Pero bajo protesta y con muchos buenos argumentos para odiar tanto como amamos. Argumentos como éstos que dejo aquí: que han hecho muy feliz a la fan freaky y a la guionista seria que pelean mucho en mi cabeza. Gran cosa.

Phantom Menace:

http://scriptshadow.blogspot.com/2011/09/phantom-menace-star-wars-week.html

Attack of the clones:

http://scriptshadow.blogspot.com/2011/09/attack-of-clones-star-wars-week.html

Revenge of the Sith:

http://scriptshadow.blogspot.com/2011/09/amateur-friday-revenge-of-sith-star.html

jueves, 2 de junio de 2011

Consejo del Señor Williams

Vinieron John Williams y Steven Spielberg a mi colegio. Se sentaron frente a mí y hablaron de muchas más cosas inteligentes de las que seré capaz de acordarme. Son hombres grandes en edad y en oficio. Saben de qué hablan y saben también cómo hablarlo para embobar a una audiencia de aspirantes a ser ellos como los más hábiles encantadores de serpientes.

Spielberg tiene las manos enormes y el cuerpo chiquito. Como un muppet fantástico. Y dado que se esconde detrás de su gorra y sus lentes no se le ve el pelo blanco, ni las arrugas de los setenta años; se ve prácticamente idéntico al flaquito director que sale en esa foto emblemática acostado entre las fauces de un tiburón mecánico. Tiburón que, volvió a recordarnos, fue la experiencia cinematográfica más espantosa que haya tenido cualquiera.

Williams, en cambio, es un viejo de calva honorable, alto, panzoncito. Y de físico sólo la calma de su estampa se parece a ese hombre que dirigía una orquesta medianita en el cuarto de edición de Star Wars hace cuarenta años

Dijeron muchas cosas útiles sobre cómo hacer cine y porqué hacer cine y de cómo lo han hecho juntos de manera tan armoniosa. Dijeron tambien algunas cosas simpáticas sobre la manera específica en que se han ido ganando el respeto ciego del otro. Me salta la anécdota de Spielberg diciendo que casi entra en un ataque de pánico cuando después de nueve meses de filmación/tortura en Tiburón, Williams se sentó en el piano y con mucha ceremonia tocó dos notas con dos dedos. "Y ya" - dijo. Esa es la música de la pelicula en cuyo set acabas de dejar media vida y todo el hígado. Dos notas. Todos nos doblamos de risa y Spielberg dijo que cuando se le quitó el espanto aprendió que Williams siempre, siempre tenía la razón. Luego se acomodo sus anteojitos como un niño de cinco años que todavía no se acostumbra a usarlos.

Hablaron de más cosas interesantes; dieron más detalles técnicos. Y finalmente (como pasa con todos los notables que vienen a platicarnos) alguien les pidió que nos dieran un consejo sobre cómo triunfar en la industria. Williams dijo que era la pregunta más difícil que le habían hecho y le cedió la palabra a Spielberg que dijo -conciso y simpático- que debíamos aprender las formas y el oficio, trabajar mucho y no rendirnos. Muy útiles y correctos consejos. Luego Williams volvió a tomar la palabra y dijo la gran maravilla: no traten de triunfar, porque frustra. Y la frustración es el enemigo número uno del éxito, y peor que eso, de la felicidad. Trabajen y hagan. Pero cada cosa que hagan, háganla con gusto. Nos dijo que fuéramos paso a paso, buscando el placer en el paso anterior y no en el siguiente. Todo mundo sueña con ser presidente o astronauta o Steven Spielberg. Pero no todo mundo puede ser lo que sueña. Enfócate a lo que te toca, sé feliz mientras te toca. Si te lleva a ser Spielberg ¡qué mejor! Si no, lo habrás pasado bien de cualquier modo.

Mis compañeros salieron diciendo que qué consejo de mediocres había dado el señor Williams. Yo salí creyéndolo más genio que nunca. Entendí de dónde le viene la calma que tiene desde mucho antes de haberse convertido en ÉL.

Me estoy graduando de la famosa escuela. Éste seminario fue mi última clase. Y muero de pánico porque el mundo me está empujando a la realidad, al desmpleo, en gerenal al horror. Mis coleguillas tienen grandes planes y grandes quehaceres y grandísimas aspiraciones. Supongo que yo también. Pero John Williamas me dio el gran consejo. Lo padre es el camino. Si no llega a ningún lado, ni modo. Suena simple, pero me hizo muy feliz. Y como bien dijo el buen hombre (también Arostóteles lo dijo, y cuantos otros, pero hoy me lo dijo John Williams y yo le creo como Gloria Trevi le cree a los hombres malos), el fin de hacer cualquier cosa, nimia o grandielocuente, es ser feliz.

Ese John Williams... No se conforma con haber compuesto la grandiosísima fanfarria con la que Indiana Jones vuela de un caballo a un camión y salva el arca; o con la que E.T. vuela sobre la luna; o con la que Superman vuela sobre Metrópolis; Luke Skywalker sobre las estrellas; Harry Potter sobre sus fans. Encima tiene que ser sabio. Y feliz. Quizá por eso ha mejorado tanto vuelo inmejorable.

jueves, 31 de marzo de 2011

400 NEXOS

La Revista Nexos publica en Abril su número 400. Como soy descarada me doy el lujo de darme por aludida.

En estos días me siento rodeada de principios y cosas que hay que empezar a hacer. Hay que empezar a decidir dónde vivir, empezar a dejar de comer porquerías, empezar a hacerse de una carrera digna. Estoy en el principio de la vida que empieza. En el principio de ochenta caminos distintos, de dos o tres metas claras, de alguna cosa que se siente como la última en su estilo y de un carísimo paquete de chicles. .

Todo va empezando como empezó Nexos hace cuatrocientas publicaciones y muchas más palabras inteligentes. Me admira ese principio y su cuenta de hoy. Me admira todavía más cuando pienso en todas las veces que ha ido empezando a pesar de estar siempre ya encaminada. Cada vez -cuatrocientas veces- ha empezado algo bueno. Empieza y empieza todos los días. Todos los comienzos deberían ser como los suyos: eternos y repetibles, con puras cosas buenas que mostrar de sus falsos finales.

Todo va empezando y todo seguirá empezando, porque mientras más lo veo, creo que nada termina por completo. Llevo toda la vida empezando y mi vida ya no va tan al principio. Uno empieza su vida miles de veces. cada vez. De pronto me angustia pensarlo. Pero luego veo a mi alrededor el resultado de tantos principios y más bien me alegra. Nexos tiene 400 resultados de sus principios. No está mal.

Son buenos, los principios. Están llenos de posibilidad. Empezar y empezar, lo que sea: una revista, una frase o una vuelta a la manzana. Da ilusión empezar, otra vez, cada vez, a atrapar lo posble.