Me dicen mis parientes provincianos, que venerar a la Ciudad de México no es de gente que está bien de la cabeza. Me dicen los periódicos y las noticicas que salir a las calles del DF es una misión que uno sólo debe enfrentar con plena conciencia de que cada paso dado puede ser el último. Me dicen que en cualquier momento muero de enfisema, que sería mejor mudarse, que el gris es un color que no le queda bien a nadie.
Manejando hacia mi casa en jueves a las tres de la mañana, mientras me arrastro por una carretera interminable y negra, me acuerdo de los sabios consejos de tanta prole y tiemblo de pensar que tienen razon. Mi coche baja lento desde la cabaña perdida por el Ajusco en la que terminé de fiesta por algún mal motivo. Me confundo con cada curva y me tortura la voz adulta de mi hermano diciendo: “te vas con cuidado” con la certeza de quien invoca un mal.
Me muero de miedo en un segundo, me regaño por irresponsable, acelero para huir de quién sabe qué cosas terribles que seguramente me persiguen y entonces aparece a mis pies la masa de día en la que vive mi casa. Aparece la ciudad cautiva, durmiendo en guerra. Su luz se desborda en puntos de colores. Se expande con seguridad por las faldas y las puntas de los montes que la vigilan, invadiendo poco a poco los rincones y los secretos de sus fronteras. La luz avanza transparente, como un líquido terso, como un viajero consciente. El valle se queja, se guarda de los intrusos que aun no conquista y nos protege de la tranquilidad que reina más alla de sus límites.
La Ciudad de México duerme con un brillo terco y altanero, con el que amanece a todas horas. Ronca envuelta en un hálito amarillo: prueba clarísima de su naturaleza angelical. ¿A quién se le ocurre tener miedo? Frente a tal desorden de lucidez, sólo puede existir la alegría. Detras de cada punto de color hay una vida sin rumbo, una boca incapaz de guardar secretos, un genio callado que espera. Yo quiero ser todas las mujeres que respiran en el DF, para ir probándolas a todas, para enterarme de ellas.
Yo quiero ser la mujer que se desviste con gracia bajo anuncios de neon azul y la niña que tiembla sus malos sueños, envuelta en una de esas lámparas en las que giran peces y osos. Quiero ser la mujer que duerme con hambre de alguien, sin apagar su ventana, sin perder la ilusión de que venga. Quiero ser la que abre su miscelánea y espera entre latas la luz de mañana. También el sueter beige que camina en tacones las universidadades caras, anunciando a cada paso el ritmo de su cuerda floja. Quiero ser hija que sale de la fiesta y mamá que espera descalza que a mí se me ocurra llegar. Quiero ser ellas para enterarme de qué piensan, para saberlas de memoria. Quiero entender cómo sienten la noche cuando cae bajo sus pies, para ser dueña de sus imposibles. Nuestra ciudad es el paraíso de la duda, sus calles están benditas de ficción.
¿Cómo es posible que tantas cabezas, tantas ganas y tantas niñas entren completas en el aire gris que las alimenta? En este amontonamiento de espaldas y dedos, cada uno se obsesiona y se mira con una gracia distinta. Entre las filas de los tinacos que decoran el cielo, cumpliendo con el horror de la estética chilanga, se acomodan un sin número de ideas indescifrables. En las azoteas de las casas sin pintar, en los hoyos de las calles cortas, entre las defensas de los coches que se saludan por las avenidas apretadas, hay un hilo de chismes del que nadie se entera. Cada cabeza un mundo y cada mundo completo, valiente y cerrado. Sin irrumpir en los otros. Unidos sólo por las paredes y los edificios. Yo que soy curiosa antes que inteligente, me obligo a inventarlos a todos. Bendita ciudad que los puso en mi camino.
La ciudad me da por ejemplo a la pareja de hombres que toman el sol en calzones, postrados en el techo de su casa. Su casa que tiene dos metros de altura y que a las tres de la tarde (hora perfecta para agarrar color en la azotea) tiene una vista privilegiada de avenida Revolución y sus camiones de Coca Cola, sus niños saliendo de la escuela, sus humos mortales. Pero ellos no se inhiben, se encreman las espaldas y se echan a sudar su hartazgo, con una pierna casi en la banqueta. Una señora en delantal se acerca cada tanto a sus vástagos, les lleva aguas de colores, les besa la frente sonriendo. Yo quiero ser ella. ¡Qué maravilla de loca enamorada!
A la misma hora un camión destartalado baja buscando la civilización desde el cerro de Sante Fe. Su espalda parece desplomarse en cada bache, incluso cuando ya cambió su carga de ladrillos, por dos jóvenes de cuerpo lacio y dientes blancos. El camión salta y agoniza, pero en su cajón descubierto y mugroso, los dos niños juegan a besarse muertos de la risa. Él la abraza mientras ella le jala el pelo como a su hermano y después corre al otro lado del camión para escapar de su venganza. Él la persigue, le roba los labios y le acerca un dedo al ombligo para sentirla alejarse con una carcajada. Ninguno parece darse cuenta de donde está. A ninguno le importa llevar siete horas de brincos y semáforos. Yo quiero ser ella. Quiero enamorarme fácil, envuelta en el calor de tantos y tantos escapes.
La ciudad caótica abraza como abuela enternecida. Se sabe dueña y responsable de tantas ganas de alegría. La unión de sus habitantes es la risa como voluntad, a pesar de lo que (para público menos informado) parece el horror. La felicidad persigue a los chilangos en los lugares menos propicios. Tenemos el gusto de conocernos. Somos señores aventando albures en el amontonamiento de un pesero, niñas que dan besos furtivos en los puentes peatonales, mujeres que se abrazan entre risotadas a las puertas de un panteón, desconocidos que amistan en los estacionamientos del tránsito, muertos que se acostumbran al ruido callejero de la eternidad. Nada mejor le pedimos a este valle de cemento. Nada mejor puede darnos.
La carretera del Ajusco se convierte poco a poco en avenida y mi coche nada tranquilo por el líquido espeso de sus luces. Entro a mi casa y soy ya uno esos puntos amarillos, soy ya una de las mujeres que violentan a la oscuridad. De regreso en la capital del miedo, se me olvida la obligación del lunes, la tristeza del mes siguiente, la vital importancia del deber que no he cumplio. La ciudad me reconoce, me acomoda entre sus calles, me perdona lo que nadie. Es mi casa, en ella me da gusto conocerme. Le pido a la calle que me prometa el día siguiente, la vida siguiente de alguno de sus habitantes. Y la ciudad escucha y aprueba. Mañana me dará algo que inventar, me dará también, alguien que me invente. Mañana voy a ver, recargado en alguna banqueta, alguien que se ríe sin tener de qué.
Por lo demás, es seguro que mis parientes provincianos tienen razón, la cordura no va bien con este pueblo. El DF es privilegio de los locos.