lunes, 23 de febrero de 2009

Tengo que escribir un guión.

Tengo que escribir un guión pero mi computadora abre Facebook y me descontrola. Pero todas las vidas que podría tener se me van apareciendo.  Pero Ximena y Nuria y Andrea changed their profile pictures y son divinas y me dan miedo. 

Tengo que escribir un guión pero no he activado mi tarjeta y mi chequera y me gasté mi saldo mínimo. Pero  hablo con una señorita que me pide números y números sin secuencia que no podré recordar nunca. Pero me pone nerviosa y conoce mi magro  ahorro y me tiene en sus manos. Pero otro número por favor y -“Ayúdeme señorita de Ixe. Tengo mucho miedo y tengo que escribir un guión”.

Tengo que escribir un guión pero Carlitos que vive en un cubículo afuera de mi oficina pone a Bunbury, bajito y en mi oreja. Pero “sabemos agradecer a pesar de lo vivido” y ¿quién quiere escribir un guión cuando hay quien vive de escribir música? Y aunque “de todo comience a hacer ya mucho tiempo” se me agolpa el pasado entre los dedos y el teclado.

Tengo que escribir un guión pero leo de la familia de Bambi y pienso que las familias son arbitrarias y mi familia es tan buena. Pero mi madre es tan brillante y tan fácil. Pero mi papá tan preciso y tan inmenso. Pero mi hermano tan terso y tan fuerte. Pero el resto de los que se han vuelto mi familia ¿qué estarán haciendo? Pero Lumi ¿qué traza? y Adriana ¿qué cuenta? y Javier ¿qué imagina?

Tengo que escribir un guión pero se me olvida por dónde empezar y tengo mucho miedo y me quiero esconder en la cama de Arrache.  Pero quiero ver negro debajo de sus cobijas y hasta el último rincón, donde duermen sus pies.  Pero quiero ver si ahí  se me paga su fe y su dios escribe mi guión mientras él está en la oficina dibujando gente buena.

Tengo que escribir un guión pero no me lavé el pelo y me hace estornudar cuando se mueve sobre mis hombros. Pero tengo las rodillas frías y las medias rotas y la uña del dedo índice mal pintada. Pero algo raro me duele en el pecho y tengo que ir a la clínica Lomas Altas que está tan arriba y tan blanca y tan  lejos.

Tengo que escribir un guión pero extraño a Yaron, que era mi hermano y mi marido y que no es nada ya. Pero vi esa película de monitos que hizo su gente, de conciencia tan siniestra y tan  sofisticada, que no ganó el oscar y  me deshizo de tal modo.

Tengo que escribir un guión y se me atraviesa el día, que se parece tanto a todos los días, bueno y limpio y nuevo.  Pero no puedo pensar y se me complica unir el verbo con el sujeto y el complemento. Pero tengo un vacío negro en el centro del cuerpo y no me curo de mi Abu y tengo miedo.

Tengo que escribir un guión.

Tengo que escribir un guión.

Tengo que escribir un guión.

Pero. Y. Pero. 

Pronto tendré que escribir dos guiones. 

sábado, 21 de febrero de 2009

Un descubrimiento sobre el autosabotaje

Vagando por mi computadora me encontré esta muestra botonera y antigua de mi esquizofrenia. Pobre de mí, carajo. El puro autosabotaje se me da desde hace un rato. Ahí va: 

 

 

10 razones para que no me guste el niño que me gusta.

(AKA – Snap out of it!)

  1. Es calvo y blanco como un huevo.
  2. Cuando me pongo tacones me llega al cuello.
  3. Cuando se emociona se le pone la voz aguda, como una ancianita checoslovaca.
  4. Usa expresiones (mentiras) como “me han lastimado mucho” y “tengo miedo a enamorarme de tí”.
  5. En los noventas tenía una barbita de candado. Como Horacio Villalobos.
  6. Conoció a su ex novia en una iglesia.
  7. Tarda media hora en contestar un mensaje y contesta puras incoherencias que no tienen que ver con lo que yo mandé. 
  8. Frecuenta antros a los veintitantos años. Antros fresas a los que hay que ir de camisa.
  9. Lloró cuando vimos  “La princesita”.
  10. Cuando me vio en un vestido de noche soltó una carcajada. 

Bonus (como si hiciera falta): Me toca con cuidado y miedo, como si pudiera romperme. Es como un adolescente tembloroso e infantil. 

El hombre es un horror. 

Y me encanta. Me encanta. Me encanta.

Así es esto de la enfermedad. 

viernes, 20 de febrero de 2009

Vándalo tipazo y otras mañas citadinas

Hay un hombrecito (o quizá un grupo de hombrecitos) que han vandalizado los semáforos de Alfonso Reyes. Rompieron (o quizá sólo fundieron) selectivamente los foquitos de las luces verdes para dibujar una carita feliz, con lados en su boquita y todo. O sea que cuando te toca avanzar, cambia el semáforo y te sorprende un tipín sonriente. 

Es un acto de vandalismo, sin duda, pero rendentor y tipazo. 

Por cierto en la colonia condesa todo el pinche mundo se para los altos. Hoy una viejecilla histérica que venía detrás de mí tuvo el descaro de pegarse a su cláxon porque yo me rehusaba a avanzar frente a la luz roja. What the fuck is up with that? 

Qué ciudad ésta...

martes, 17 de febrero de 2009

La ficción

Ayer iba a ponerme a llorar y mejor puse una peli. A veces se me atora el mundo entre los dedos y la mejor manera de soltarlo es perderse en las invenciones de algún ser brillante. 

Yo no conozco el placer de la fe compartida. No me enseñaron a Dios en la escuela, no aprendí a verlo en la calle, en mi casa pensarlo fue siempre una herejía.  Es la vida diaria lo que en realidad existe. Existe la rutina, existe el deber, existen mis dientes desnudos de risa, existen la muerte y sus reglas definitivas.

El problema fundamental de esta educación forzada (como toda la educacion religiosa tiende a  ser) es que las opciones coherentes que llegan de tratar de explicar el orden del mundo por sí mismo, son extremadamente limitadas. La más efectiva,  para casos difíciles de desesperanza metafisíca, es la ficción. La ficción como acto creador. La ficción que explica lo que no sabremos nunca. 

Las novelas buenas como evangelios, la tele sofisticada como plegarias de todos los días, el cine siempre como un templo de luces bajas. 

Algo habra de mí en la ficción que venero; algo de la vida diaria que me interesa lidiar; algo parecido a la fe que me alimenta el paso siguiente, agnóstico y terrenal. Algo divino ha de haber en las palabras que me creo, algo que me explica. Algo como  una idea que me dirige la vida.

Es padre inventar, regala la paz de las creencias.  

Es la hora del rezo, chicos: voy a ver El Padrino. 

lunes, 16 de febrero de 2009

Un texto viejo sobre la luz del DF

Me dicen mis parientes provincianos, que venerar a la Ciudad de México no es de gente que está bien de la cabeza. Me dicen los periódicos y las noticicas que salir a las calles del DF es una misión que uno sólo debe enfrentar con plena conciencia de que cada paso dado puede ser el último. Me dicen que en cualquier momento muero de enfisema,  que sería mejor mudarse, que el gris es un color que no le queda bien a nadie. 

Manejando hacia mi casa en jueves a las tres de la mañana, mientras me arrastro  por una carretera interminable y negra, me acuerdo de los sabios consejos de tanta prole y tiemblo de pensar que tienen razon. Mi coche baja lento desde la cabaña perdida por el Ajusco en la que terminé de fiesta por algún mal motivo. Me confundo con cada curva y  me tortura la voz adulta de mi hermano diciendo: “te vas con cuidado” con la certeza de quien invoca un mal.

Me muero de miedo en un segundo, me regaño por irresponsable, acelero para huir de quién sabe qué cosas terribles que seguramente me persiguen y entonces aparece a mis pies la masa de día en la que vive mi casa. Aparece la ciudad cautiva, durmiendo en guerra. Su luz se desborda en puntos de colores. Se expande con seguridad por las faldas y las  puntas de los montes que la vigilan, invadiendo  poco a poco los  rincones y los secretos de sus fronteras. La luz avanza transparente,  como un líquido terso, como un viajero consciente.  El valle se queja, se guarda de los intrusos que aun no conquista y nos protege de la  tranquilidad que reina más alla de sus límites.

La  Ciudad  de México duerme con un brillo terco y altanero, con el que amanece a todas horas. Ronca envuelta en un hálito amarillo: prueba clarísima de su naturaleza angelical. ¿A quién se le ocurre tener miedo?  Frente a tal desorden de lucidez,  sólo puede existir la alegría. Detras de cada punto de color hay una vida sin rumbo, una boca incapaz de guardar secretos, un genio callado que espera.  Yo quiero ser todas las mujeres que respiran en el DF, para ir probándolas a todas, para enterarme de ellas. 

Yo quiero ser la mujer que se desviste con gracia bajo anuncios de neon azul y la niña que tiembla sus malos sueños, envuelta en una de esas lámparas en las que giran peces y osos. Quiero ser la mujer que duerme con hambre de alguien, sin apagar su ventana, sin perder la ilusión de que venga. Quiero ser la que abre su miscelánea y espera entre latas la luz de mañana. También el sueter beige que camina en tacones las universidadades caras, anunciando a cada paso el ritmo de su cuerda floja.  Quiero ser  hija que sale de la fiesta y mamá que espera descalza que a mí se me ocurra llegar. Quiero ser ellas para enterarme de qué piensan, para saberlas de memoria. Quiero entender cómo sienten la noche cuando cae bajo sus pies, para ser dueña de sus imposibles.  Nuestra ciudad es el paraíso de la duda, sus calles están benditas de ficción. 

¿Cómo es posible que tantas cabezas, tantas ganas y tantas niñas entren completas en el aire gris que las alimenta?  En este amontonamiento de espaldas y dedos, cada uno se obsesiona y se mira con una gracia distinta. Entre las filas de los tinacos que decoran el cielo, cumpliendo con el horror de la estética chilanga, se acomodan un sin número de ideas indescifrables. En las azoteas de las casas sin pintar, en los hoyos de las calles cortas, entre las defensas de los coches que se saludan por las avenidas apretadas, hay un hilo de chismes del que nadie se entera.  Cada cabeza un mundo y cada mundo completo, valiente y cerrado. Sin irrumpir en los otros. Unidos sólo por las paredes y los edificios. Yo que soy curiosa antes que inteligente, me obligo a inventarlos a todos. Bendita ciudad que los puso en mi camino.

La ciudad me da por ejemplo a la pareja de hombres que toman el sol en calzones, postrados en el techo de su casa. Su casa que tiene dos metros de altura y que a las tres de la tarde (hora perfecta para agarrar color en la azotea) tiene una vista  privilegiada de avenida Revolución y sus camiones de Coca Cola, sus niños saliendo de la escuela, sus humos mortales. Pero ellos no se inhiben, se encreman las espaldas y se echan a sudar su hartazgo,  con una pierna casi en la banqueta. Una señora en delantal se acerca cada tanto a sus vástagos, les lleva aguas de colores, les besa la frente sonriendo. Yo quiero ser ella. ¡Qué maravilla de loca enamorada!

A la misma hora un camión destartalado baja buscando la civilización desde el cerro de Sante Fe. Su espalda parece desplomarse en cada bache, incluso cuando ya cambió su carga de ladrillos, por dos jóvenes de cuerpo lacio y dientes blancos. El camión salta y agoniza, pero en su cajón descubierto y mugroso, los dos niños juegan a besarse muertos de la risa. Él la abraza mientras  ella le jala el pelo como a su hermano y después corre al otro lado del camión para escapar de su venganza. Él la persigue, le roba los labios y  le acerca un dedo al ombligo para sentirla alejarse con una carcajada.  Ninguno parece darse cuenta de donde está. A ninguno le importa llevar siete horas de brincos y semáforos. Yo quiero ser ella. Quiero enamorarme fácil, envuelta en el calor de tantos y tantos escapes. 

La ciudad caótica abraza como abuela enternecida. Se sabe dueña y responsable de tantas ganas de alegría.  La unión de sus habitantes es la risa como voluntad, a pesar de lo que (para público menos informado) parece el horror. La felicidad persigue a los chilangos en los lugares menos propicios. Tenemos el gusto de conocernos. Somos señores aventando albures en el amontonamiento de un pesero,  niñas que dan besos furtivos en los puentes peatonales, mujeres que se abrazan entre risotadas a las puertas de un panteón, desconocidos que amistan en los estacionamientos del tránsito, muertos que se acostumbran al ruido callejero de la eternidad. Nada mejor le pedimos a este valle de cemento. Nada mejor puede darnos.

La carretera del Ajusco se convierte poco a poco en avenida y mi coche nada tranquilo por el líquido espeso de sus luces.  Entro a mi casa y soy ya uno esos puntos amarillos, soy ya una de las mujeres que violentan a la oscuridad. De regreso en la capital del miedo, se me olvida la obligación del lunes, la tristeza del mes siguiente, la vital importancia del deber que no he cumplio. La ciudad me reconoce, me acomoda entre sus calles, me perdona lo que nadie. Es mi casa, en ella me da gusto conocerme.  Le pido a la calle  que me prometa el día siguiente, la vida siguiente de alguno de sus habitantes. Y la ciudad escucha y aprueba. Mañana me dará algo que inventar, me dará también,  alguien que me invente. Mañana voy a ver, recargado en alguna banqueta, alguien que se ríe sin tener de qué.

            Por lo demás, es seguro que mis parientes provincianos tienen razón, la cordura no va bien con este pueblo.  El DF es privilegio de los locos.

martes, 10 de febrero de 2009

Un texto viejo sobre un hombre curvo

Ayer mientras caminaba por esta ciudad que parece estar custodiada por el diablo, sin perder la protección de una bondad  sin nombre, encontré que el mundo es una maravilla. Un señor literalmente curvo  caminaba hacia el metro. La forma de su espalda, insoportablemente vieja como toda su estampa, lo mantenía doblado sobre sí mismo como una hoja de papel. Solo y cargando dos bolsas que parecían pesar lo mismo que su cuerpo,  mantenía la vista a la altura de mis rodillas aunque era evidente que si hubiera podido enderezarse, hubiera sido más alto que yo. Solo en el metro de Nueva York a los ochenta años, o a los noventa y dos, o a los ciento cinco: cualquier edad era posible mientras fuera propia de un desvalido.

¿Dónde estaba la gente de ese hombre? ¿Lo esperaba en queens tejiendo sobre un sillón forrado de plástico? ¿Había en algún jardín dos niños sucios que lo llamaban abuelo entre carcajadas? ¿O una mujer curva que llevaba años doblándose junto a él? Quizá en el mejor de los casos. Sin embargo el hombre no parecía predestinado para el mejor de los casos.  Su falta de prisa no era la de un hombre que carga el mandado de alguien más. En las bolsas de wall mart el hombre  no cargaba chocolates para sus posibles nietos, sino leche en polvo para una despensa vacía: única cosa que lo esperaba en un departamento polvosito, tercer piso de un edificio de suburbio triste,  donde todas las vidas que pudo tener lo fueron dejando, como estaba entonces,  solo.

En Nueva York todo mundo anda solo. La única jerarquía que distingue esas soledades es la  cantidad de soledad a la que cada quien se dirige. No es lo mismo andar solo que estar solo. La ciudad termina por dividir a sus habitantes entre quien tiene alguien que lo espera y quien en su casa sigue igual de abandonado que entre sus calles. Quién es quien puede a veces adivinarse en la pupila iluminada de los acompañados. Pero en ese hombre que andaba solo, no había adivinanza posible. Solo y dando los pasos irónicos y cortos de la vejez, se subió al vagón plateado y obscuro que nos llevaba a todos juntos a lugares distintos. Soltó sus bolsas frente él y su mirada permaneció impávida a diez centímetros del suelo. Levantó unas manos blanquísimas y se aferró al tubo incrédulo que los demás pasajeros dejaron completo para él. Todo estuvo entonces en orden hasta que el tren arrancó con un jalón de mula que rompió de golpe el precario equilibrio que le había permitido al hombre llegar hasta donde estaba. Todavía tomado del tubo cayó de rodillas en el suelo. Su mirada llego todavía más abajo sin llegar a arrastrarse, cosa que yo hubiera calificado de imposible. En un instante que duró horas fue evidente que el viejo no podía levantarse solo. Todo el pasaje se disponía a ayudarlo cuando dos tipos gigantescos  y desafiantes tomaron la delantera. Vestidos diez tallas más grandes que sus cuerpos y colmados con la actitud rencorosa de todo hip hopero que se respete, se convirtieron de repente en los nietos del desconocido. La distancia de sus gestos cambió en un segundo por preocupación solícita. Tomaron al viejo de los brazos y lo levantaron con la gracia de una bailarina hasta que quedó acomodadito en la banca del rincón más cercano.  Los dos tipos se aseguraron de la propiedad del arreglo, pusieron las bolsas de Wall Mart cerca de las manos de su recién adoptado abuelo y palmearon orgullosos la  redondez de espalda que acaban de salvar.

Todo en la escena tenía un aire redentor que daba ganas de absolver al vagón completo. Y cuando el hombre levantó la cabeza por primera vez, nos otorgó la bendición definitiva: sin dejar de estar doblado en dos, se iluminó de pronto con una sonrisa bonachona que estaba fuera de contexto con el  resto de su situación. Les propinó a sus rescatadores un thanks guys tan alegre como la mejor de las noticias. Bajó sus ojos brillantes sin dejar de sonreír, como si estuviera en la sala de su casa y no en el mugroso carro del metro en el que estaba. Para coronar la coquetería se acomodó la solapa del abrigo con el revés de la mano, se peinó la calva blanca que en los viejos es elegante y dejó que el tren lo llevara hasta quién sabe dónde, hacia quién sabe quien, hacia cualquier cosa que tal vez lo acompañara. 

domingo, 8 de febrero de 2009

Y nada, a padecer.

Feliciano me adora y le aborrezco;

Lisardo me aborrece y yo le adoro;

Por quien no me apetece, ingrato, lloro,

Y al que me llora tierno, no apetezco.

 

Si con mi ofensa al uno reconvengo,

me reconviene el otro a mí, ofendido;

y a padecer de todos modos vengo,

 

Pues ambos atormentan mi sentido:

aquéste con pedir lo que no tengo;

y aquel, con no tener lo que le pido.

 

Hace más de diez años que leí en las letras puras de Sor Juana semejante sentencia de muerte.  Y hace diez años era tan cierta y tan injusta como es hoy. Y como (supongo) será siempre.

Hace diez años lloré sobre esas líneas por un niño precioso, que no me miró jamás y que (por supuesto) a la fecha ya no me hace llorar sólo porque no lo veo nunca y de verdad le pongo mucho propósito al asunto.  Mi Lisardo, con sus brazos largos y su piel rota, me sigue prometiendo un mundo bueno.  Estoy segura de que me lo seguirá prometiendo cuando tenga la cabeza blanca y escasa; los ojos amarillos y gastados; las orejas inmensas, las mejillas vencidas y la entrepierna muerta.

He de tener algún Feliciano que contra toda su voluntad, sienta lo mismo por mi piel gastada.

Así es esto.

Tanto tratar de querer al que nos quiere como él quiere. Y nada. Tanto tratar de que nos quiera el que queremos como queremos. Y nada. Tanto andar por los bares y los cines viendo cúal es cual. Y nada.

Me han gustado tal cantidad de hombres feos, viejos, chaparritos, bofos, escuálidos o provincianos…  que es de veras una pena. Francamente mi cuerpo me parece un cómico mediocre y boicoteador. Y sin embargo es el único que tengo y a él le toca sentir todo lo bueno que me pasa. Hasta lo quiero, al ingrato, así como es: panzoncito, caderón y con mal gusto.

¿Por qué nos gustará gente de la que jamás podríamos enamorarnos? ¿Por qué, tan fácilmente, nos haremos familia de quienes deberían despertarnos las comisuras?

Son muy siniestras las reglas de la emoción que llevan al amor y al llanto. Muy siniestras. Mandan sobre un juego imposible, que nadie jugaría si no fuera porque cuando las estrellas se alínean y las normas se cumplen, no hay otro más divertido.

Así es esto. Sor Juana lo sabe todo y nunca nunca se equivoca.  Nos gusta quien nos gusta.

Maldición. 


jueves, 5 de febrero de 2009

Es animada, la gente.

Van por avenida Chapultepec dos hombres muertos de risa. Pero muertos de risa. Son las dos de la tarde, hace un calor y un tráfico infernal. Ellos van en un ridículo cochecito eléctrico, repartidor de refrescos Jarritos,  que apenas contiene sus voluminosas figuras. Vienen sudando, inundados en humo y camiones, a cero de velocidad, desbordados de horror. Y están muertos de risa. Pero muertos de risa.

 

Sobre la avenida once sur, siniestro lugar poblano, hay una tiendecita azul cuya fachada lee “Novedades Lucy”. Sobre su pequeñísima cortina de metal alguien (suponemos Lucy) se dió la misión de pintar un Winnie Pooh: completo con su overol rojo  y su camisetita azul, sonriente y en posición de avance hacia un tarrito que desborda miel. Está rodeada de mugre, por todos lados la ataca una fealdad sin nombre. Todas las paredes que la rodean están grafiteadas con mucho rencor y muy poco arte. Un teporocho ha decidido hacer hogar en el escalón de enfrente. Es prácticamente seguro que dentro haya muchas cosas, pero ninguna novedosa. Y alguien (suponemos Lucy) pintó un Winnie Pooh, sonriente y al ataque.

 

Mi amiga se levanta a las siete de la mañana para llegar a una oficina que no la dejará salir antes de la media noche. Frente a su compu trabaja como los mejores. Frente al sin número de hombres que trabajan junto a ella, se carcajea y avienta  albures que asustarían a un marinero. Como los mejores. Un perfecto hijo de la chingada acaba de partirle el corazón en diez. Le quitó a su amigo, a su marido, a su cuerpo. Y mi amiga se para y trabaja y alburea a sus compañeros de banca. Como los mejores.


Visito el rincón luminoso donde vivía mi abu. Beso a su perro, veo la tele, cocino y sonrío. Mi abu no vive ahí más. Y yo lo visito todavía. 

 

La gente aguanta unas cosas… es animada. 

martes, 3 de febrero de 2009

Un texto viejo sobre otros tipos de gente

Yo soy el tipo de gente que disfruta riéndose de sí misma.  Dado que no faltan cosas de las que reírse y dada la convicción cómica que aqueja a casi todas las personas que me rodean, tiendo a burlarme de mis miserias antes de que se burle alguien más. 

Hay cierta ventaja en la autegradación: un intenso conocimiento de causa, por ejemplo. Cuando se trata con la cantidad de manías, fobias, prejuicios y autoconvencimientos de los que soy capaz, el conocimiento minucioso de mi neurosis se vuelve vital. Todo esto para contarles, queridos,  que mi mayor problema es que soy de ideas. Soy de ideas y permítanme aclarar que esto no involucra inteligencia ni pensamiento trascendental. No.  El ser de ideas consiste más bien en la disección de la neurosis crónica y la paranoia intelectual (no necesariamente inteligente) que me caracteriza. Que soy de ideas significa que convierto todas mis ocurrencias en verdades inapelables y en acciones sociales desastrozas. 

El ser de ideas me permite,  por ejemplo, inventarle intensas vidas interiores a la bola de hombres con expresión idiota y mirada perdida de los que decido (de nuevo, por que soy de ideas) estar, de súbito, profundamente enamorada. Miro su pelito grasiento y sus uñas negras y me imagino alguna razón de brillantez y un espíritu herido que nos les permite pasarse un cepilllo por la cabeza (o por los dientes). Caigo a sus pies de inmediato. Soy de ideas. 

Del mismo modo, ser de ideas me impide  relacionarme con lo que considero otro tipo de gente. Y antes de que se aloquen, aclaro que el calificativo otro tipo no está influenciado por clase social social, religión, raza o cualquier otro rubro políticamente incorrecto. No, no. Otro tipo de gente se refiere al grupo de individuos que con una sola acción, en apariencia menor y poco trascendental, me da elementos para citar diferencias irreconciliables con absolutamente toda su  estampa. Es otro tipo de gente, ni mejor ni peor. Pero sin duda distinta e innegociable. 

Algunos ejemplos:

La gente que a las once de la noche junta sus manitas con ilusión pueril y dice “como que se me antoja un huevito estrellado pa la cena”. Otro tipo de gente. 

La gente que usa expresiones como “voy a hacer del baño”, o el clásico inolvidable “me anda de la pipí”. Otro tipo de gente. 

Las mujeres que lloran por asuntos de trabajo en públlico, cual plañideras inermes. Otro tipo de gente. 

La gente que de chavita comía duvalín de fresa y no de chocolate.  Otro tipo de gente. 

La gente que canta Thriller en lugar de La chica de humo en un cantabar. Otro tipo de gente. 

Yo soy de ideas. Esa gente no es mi gente. Les sobra paz interior; les falta mugre y autocomplacencia. El resultado de mis fobias es que mi círculo social es más bien un punto, en cuyo centro resido, mirando a los lados con compasión y terror. 

Cuando uno es de ideas tiene 13 años de resistencia y 70 de acidez. No queda más que reirse de uno mismo. Aunque sea en defensa propia. Aunque uno no sea ese tipo de gente.