martes, 10 de febrero de 2009

Un texto viejo sobre un hombre curvo

Ayer mientras caminaba por esta ciudad que parece estar custodiada por el diablo, sin perder la protección de una bondad  sin nombre, encontré que el mundo es una maravilla. Un señor literalmente curvo  caminaba hacia el metro. La forma de su espalda, insoportablemente vieja como toda su estampa, lo mantenía doblado sobre sí mismo como una hoja de papel. Solo y cargando dos bolsas que parecían pesar lo mismo que su cuerpo,  mantenía la vista a la altura de mis rodillas aunque era evidente que si hubiera podido enderezarse, hubiera sido más alto que yo. Solo en el metro de Nueva York a los ochenta años, o a los noventa y dos, o a los ciento cinco: cualquier edad era posible mientras fuera propia de un desvalido.

¿Dónde estaba la gente de ese hombre? ¿Lo esperaba en queens tejiendo sobre un sillón forrado de plástico? ¿Había en algún jardín dos niños sucios que lo llamaban abuelo entre carcajadas? ¿O una mujer curva que llevaba años doblándose junto a él? Quizá en el mejor de los casos. Sin embargo el hombre no parecía predestinado para el mejor de los casos.  Su falta de prisa no era la de un hombre que carga el mandado de alguien más. En las bolsas de wall mart el hombre  no cargaba chocolates para sus posibles nietos, sino leche en polvo para una despensa vacía: única cosa que lo esperaba en un departamento polvosito, tercer piso de un edificio de suburbio triste,  donde todas las vidas que pudo tener lo fueron dejando, como estaba entonces,  solo.

En Nueva York todo mundo anda solo. La única jerarquía que distingue esas soledades es la  cantidad de soledad a la que cada quien se dirige. No es lo mismo andar solo que estar solo. La ciudad termina por dividir a sus habitantes entre quien tiene alguien que lo espera y quien en su casa sigue igual de abandonado que entre sus calles. Quién es quien puede a veces adivinarse en la pupila iluminada de los acompañados. Pero en ese hombre que andaba solo, no había adivinanza posible. Solo y dando los pasos irónicos y cortos de la vejez, se subió al vagón plateado y obscuro que nos llevaba a todos juntos a lugares distintos. Soltó sus bolsas frente él y su mirada permaneció impávida a diez centímetros del suelo. Levantó unas manos blanquísimas y se aferró al tubo incrédulo que los demás pasajeros dejaron completo para él. Todo estuvo entonces en orden hasta que el tren arrancó con un jalón de mula que rompió de golpe el precario equilibrio que le había permitido al hombre llegar hasta donde estaba. Todavía tomado del tubo cayó de rodillas en el suelo. Su mirada llego todavía más abajo sin llegar a arrastrarse, cosa que yo hubiera calificado de imposible. En un instante que duró horas fue evidente que el viejo no podía levantarse solo. Todo el pasaje se disponía a ayudarlo cuando dos tipos gigantescos  y desafiantes tomaron la delantera. Vestidos diez tallas más grandes que sus cuerpos y colmados con la actitud rencorosa de todo hip hopero que se respete, se convirtieron de repente en los nietos del desconocido. La distancia de sus gestos cambió en un segundo por preocupación solícita. Tomaron al viejo de los brazos y lo levantaron con la gracia de una bailarina hasta que quedó acomodadito en la banca del rincón más cercano.  Los dos tipos se aseguraron de la propiedad del arreglo, pusieron las bolsas de Wall Mart cerca de las manos de su recién adoptado abuelo y palmearon orgullosos la  redondez de espalda que acaban de salvar.

Todo en la escena tenía un aire redentor que daba ganas de absolver al vagón completo. Y cuando el hombre levantó la cabeza por primera vez, nos otorgó la bendición definitiva: sin dejar de estar doblado en dos, se iluminó de pronto con una sonrisa bonachona que estaba fuera de contexto con el  resto de su situación. Les propinó a sus rescatadores un thanks guys tan alegre como la mejor de las noticias. Bajó sus ojos brillantes sin dejar de sonreír, como si estuviera en la sala de su casa y no en el mugroso carro del metro en el que estaba. Para coronar la coquetería se acomodó la solapa del abrigo con el revés de la mano, se peinó la calva blanca que en los viejos es elegante y dejó que el tren lo llevara hasta quién sabe dónde, hacia quién sabe quien, hacia cualquier cosa que tal vez lo acompañara. 

3 comentarios:

Javier dijo...

Hey, I remember this one! Te quedó mejor! Beso.

descafeinada dijo...

ay maiga, en tus palabras todo suena bonita y se antoja verlo. te quiero muy.

Dr. Mille Miglia dijo...

Solo una cosa, me encanto (que gay se escucha eso)